miércoles, 25 de junio de 2008

Con Alonzo en París (Segunda Parte)



Amiga,

Sigo con mi cuento de Alonzo en París.

Al segundo día de estar en la ciudad luz, Alonzo ya se había dado cuenta de que iba a tener que lidiar con dos problemas claves: la comida y el cansancio. El primer día que se dispuso a desayunar se encontró con que los franceses, particularmente los parisinos, desayunan un café y la mitad de una canilla con mantequilla y mermelada. La única variación es la posibilidad de sustituir el pan por un croissant. No sirvió de nada que intentáramos convencerlo de que un crujiente y delicioso croissant era no sólo suficiente como desayuno, sino que era la costumbre del lugar y que debía probar lo que comen los locales para experimentar el modo de vida parisino como parte de la experiencia del viaje. Pero él insistía que no. Él había comido muchos cachitos en Venezuela y no necesitaba probar uno en París. Él lo que quería comer era COMIDA, así en mayúsculas, en el desayuno, el almuerzo y la cena. Nada de balas frías o sanduchitos.

Total que Lyonell le consiguió un restaurant que quedaba a dos cuadras del hotel, en el que había un mesonero que hablaba español y que le preparó una tortilla con jamón y queso, de lo más adornada con ensalada y abundante pan con mantequilla y un gran café con leche. Al día siguiente intentamos desayunar en otra parte, por puro espíritu de aventura, y no fue posible lograr que nos entendieran que queríamos COMIDA en el desayuno. Así que volvimos al restaurant con el mesonero que hablaba español y pedimos nuestros enormes desayunos que costaban ¡quince euros cada uno! ...una cantidad con la que cualquier viajero de bajo presupuesto hubiera desayunado, almorzado y cenado... pero no COMIDA!

Ya llegaría el momento de aceptar las crepes y los sanduchitos, pero todavía no. El siguiente problema era aún más apremiante, cómo caminar menos y conocer de todos modos la ciudad. Y ahí se presentó el segundo antojo del viaje, Alonzo quería montarse en uno de esos autobuses que te muestran “París en un santiamén” o en uno de esos botes que navegan por el Sena de arriba a abajo. Nosotros nunca nos hemos montado ni en unos ni en otros. En los autobuses, porque encaramado en esos vehículos climatizados es imposible conocer realmente la ciudad, no la sientes ni la hueles ni la disfrutas ni la padeces. En los botes, porque, como comprobé después, parece obvio que desde el río es muy poco lo que se puede ver de París, más allá de la parte de abajo de los puentes y los techos de los edificios más altos.

Logramos convencerlo de al menos intentar subir a la torre antes de hacer el paseo en el famoso bote. Así que hicimos nuestra cola, con paciencia de turistas, para subir por el pilar norte, donde nos pareció que había menos gente. La cola fue larga y lenta y pensé que en algún momento Alonzo iba a tirar la toalla. Pero no, sorprendentemente se distrajo mirando a la gente, tomando fotos, escuchando a los demás turistas hablar en los más variados idiomas y tratando de adivinar de dónde venía cada quien. Cuando finalmente nos tocó entrar a una cabina de seguridad, que agregaron ahora al ya engorroso proceso de comprar las entradas, Alonzo decidió, para divertirse, que debía conversar con el funcionario encargado de revisar las pertenencias de todo el mundo. Le hizo un par de preguntas en español, y como el hombre le puso mala cara, porque se dio cuenta de que se estaba burlando de él, terminó la diversión diciéndole a todo leco: “¡pero no te arreches!”. Después de pasar el puesto de seguridad, Alonzo de lo más divertido iba comentando que el hombre no había entendido nada, cuando una señora entrada en carnes y con el pelo pintado de amarillo le respondió que ella sí había entendido todo y lo llamó paisano. La mujer era de Maracaibo y por supuesto a mi papá le pareció una gran oportunidad de hablar en español con otra gente que no fuéramos nosotros y que no quisiera que se la tragara la tierra ante sus pintorescas ocurrencias. Pero la distracción no le duró mucho porque la maracucha no era del tipo conversador.

Finalmente, llegamos al segundo piso de la torre y tomamos nuestras respectivas fotos, en cada una de las cuatro caras de la torre, instrucciones precisas del dueño de la cámara de por medio. El tope de la torre estaba cerrado por exceso de gente, así que no pudimos subir hasta el final, pero Alonzo se dio por satisfecho y decidió que ya era hora de montarse en los botes que se veían justo enfrente. Lyonell bajó a pie por las escaleras y me dejó con mi papá para que hiciéramos la larga cola del ascensor y bajáramos al ritmo de los viejitos y los niñitos. Mientras estábamos en la cola a Alonzo se le antojó ir al baño. Por supuesto, al salir cruzó exactamente al lado contrario de donde yo estaba y estaba a punto de perderse en los recovecos de la torre. Yo no tenía otra salida que pegarle un grito a todo lo que me daba la voz. Era eso o perder el puesto en la cola para ir a buscarlo.

Logramos bajar como sardinas en lata en un ascensor lleno de gente que hablaba español y estuvimos un rato descansando bajo la torre... hasta que le dio de nuevo por el tema del bote. Lo convencimos de comernos unas crepes antes del paseo, porque eran ya pasadas las tres y quién sabe cuánto se tardaría el famoso recorrido por el Sena. Lamento no haber tomado ninguna foto de Alonzo comiendo crepes a la orilla del río, la verdad es que hubiera sido todo un documento. Era la primera vez que aceptaba una ‘bala fría’ como comida. Nos sentamos en la grama y comimos como todo turista que se respete, sin ningún protocolo y “sin meter los pies debajo de la mesa”. Al terminar de comer hicimos cola para comprar las entradas al dichoso bote. Esta vez mucho menos larga que la anterior. Lyo se fue a la Gare de Lyon a comprar los pasajes para Besançon y nos dejó en el muelle esperando el bateaux. Cuando finalmente llegó el bote subimos con todos los demás turistas, nos instalamos, tomamos unas fotos para probar que estuvimos ahí –por supuesto- y, acto seguido, ¡Alonzo se instaló a dormir! El paseo duró al menos una hora y media y sirvió para que Alonzo durmiera una plácida siesta que costó doce euros. Si se hubiera recostado a dormir en el banco de una plaza la siesta le hubiera salido más barata.

Habíamos decidido bajarnos del bote en la parada más cercana a los Champs Elysées, para irnos desde ahí caminando hasta el arco del triunfo. Así que nos bajamos en el puente Alejandro III con la intención de caminar por la cuadra que pasa entre el Grand Palais y el Petit Palais, donde nos íbamos a encontrar otra vez con Lyo. Le tomé a Alonzo la inevitable foto frente a la estatua de Bolívar y seguimos caminando para acercarnos a la entrada de los Campos Elíseos. No habíamos caminado ni una cuadra, literalmente ni una cuadra, y ya Alonzo estaba otra vez cansado. Te puedes imaginar lo que fue tratar de caminar con él las nueve o diez cuadras llaneras que hay desde ahí hasta el Arco. La estrategia básica de Alonzo cuando está cansado es pararse a ver vidrieras. Y por supuesto eso es lo que sobra en la avenida de los Campos Elíseos. Como íbamos caminando con Lyo, le daba un poco de vergüenza demostrar cansancio, así que hizo su mejor esfuerzo de todo el viaje, parándose lo menos posible y calculando con ojo de llanero cuántas cuadras faltaban para llegar al Arco que tenía siempre enfrente. Finalmente tuvimos que ceder y sentarnos con él a mitad de camino en un banco de la vía, hasta que recuperó fuerzas y pudo seguir.



Cuando logramos llegar al Arco del Triunfo la única preocupación de Alonzo era encontrar el nombre de Miranda entre los cientos de nombres inscritos en el monumento. Yo no me acordaba de haberlo visto nunca y por supuesto no sabíamos dónde buscar. Después de mucho leer, Lyo terminó descubriendo el nombre del Generalísimo, pero cuando fuimos a buscar a Alonzo para contarle, resultó que habían cerrado el centro del Arco, para hacer alguna ceremonia relacionada con los veteranos de guerra y a él lo habían dejado adentro, pensando que era uno de los viejitos homenajeados. Cuando después de un rato los guardias se dieron cuenta del error, lo invitaron amablemente a salirse del área de la ceremonia y él salió de lo más tranquilo, por el lado contrario a donde nosotros estábamos. Por supuesto nosotros nos preocupamos, porque estaba lejísimo y teníamos que dar toda la vuelta para encontrarnos con él y pensamos que no iba a saber qué hacer cuando se viera solo en medio de aquel lugar desconocido, por más que fuera uno de los monumentos más emblemáticos de la ciudad.

Lo curioso de ser despistado es que puedes distraerte incluso de tu propia distracción y de los peligros que implica. Alonzo es como Míster Magoo, puede estar en medio de las situaciones más complicadas y siempre sale bien. Si se hubiera separado definitivamente de nosotros, por cualquier razón, no hubiera sabido qué hacer, ni siquiera cómo llegar al hotel donde estábamos, porque no tenía idea de dónde quedaba ni cómo se llamaba. El día que llegamos yo había intentado mostrarle en un mapa el lugar donde estaba el hotel y le había explicado dónde quedaba cada uno de los sitios que pensaba que podíamos visitar, pero él no había demostrado el más mínimo interés en la ubicación geográfica de nada. Tal vez porque era demasiada información para un solo día o porque, como que era imposible que recordara todo, prefirió dejar de intentarlo de entrada. Sólo reaccionaba cuando reconocía los lugares típicos, pero sin mirar demasiado el mapa ni preocuparse por dónde estaba cada cosa. Así que dejado de su cuenta se hubiera perdido sin ninguna duda. Como te puedes imaginar, todo esto sucedía en medio de un gentío de todas partes que hablaba a gritos en todos los idiomas imaginables. Hubiera sido como perderse en la Torre de Babel...

Por suerte, Lyo lo alcanzó del otro lado del Arco mientras yo intentaba no perderlo de vista desde el extremo opuesto. Cuando nos reunimos y logró ver el nombre de Miranda en el Arco, consideró su misión finalizada y preguntó cómo nos devolvíamos al hotel.

Hicimos todos los viajes del hotel al centro en metro. Hubiera sido tal vez mucho más agradable, fresco y cómodo hacerlos en autobús, pero no teníamos mucho tiempo para aprendernos las rutas ni para perdernos con Alonzo por la ciudad. Así que nos conformamos con lo que conocemos mejor. Pero el metro de París no es sencillo y a veces hay que caminar tanto entre una línea y otra, subiendo y bajando escaleras, sorteando gente en larguísimos pasillos, que terminas pensando que en realidad parte del camino lo haces a pie. Y por supuesto cada caminata por recovecos subterráneos del metro eran para Alonzo un verdadero calvario. Pero hay que decir que lo soportó sin quejarse.

Al final del segundo día estaba, por supuesto, en el estado de cansancio más absoluto, pero aún así aceptó la sugerencia de comernos unos mejillones con papas fritas en un restaurant frente al hotel. Esta vez a Lyo le tocó recibir las instrucciones para tomarnos la respectiva foto... pero esa no aparece aquí, porque la autora de estas líneas tiene el derecho de censurar imágenes comprometedoras...

(Continuará)

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