miércoles, 30 de julio de 2008

Tour de France



Amiga,

El domingo vimos la final del Tour de France. Pasé largas horas imaginando la nota que te escribiría mientras esperábamos frente al Jardín de Las Tullerías que llegaran los pedalistas y que pasaran delante de nosotros las siete u ocho veces que correspondía antes de que la competencia terminara. Sprint, lo llaman, y consiste en dar vueltas como locos alrededor de un circuito de unos dos o tres kilómetros, que en este caso quedaba en el centro de la ciudad, entre el Arco del Triunfo y el obelisco de la Plaza de la Concordia, o algo así.

Pasé horas –literalmente, desde las dos de la tarde hasta las seis- mirando pasar a la gente para tratar de retener la atmósfera, el ambiente, las imágenes que servirían para escribirte esta nota. Pasé cada minuto de cada una de las más de cuatro horas que estuve viendo la emoción de la gente, sintiendo el calor inmenso de esa tarde de verano, peleándole al sol cada milímetro de una acera abarrotada, pensando qué divertidas anécdotas te podría contar. Sobre los niños que pasaban descalzos con las plantas de los pies negras como el carbón, sobre el tipo que se trajo una escalera para montarse en ella con toda su familia y poder ver la llegada de los ciclistas desde un piso más arriba que la multitud, sobre la familia de chinos que invadió la acera de pronto, sobre el grupo de siete ecuatorianos o bolivianos que estuvieron sentados al lado de nosotros esperando a los corredores y terminaron renunciando una hora antes de que llegara el pelotón, sobre las niñas en minifalda y zapatos de tacón que pasaban entre la multitud de fanáticos como quien camina por una pasarela, sobre el señor de chaqueta blanca, sombrero y bastón que se detuvo a mirar a la multitud enloquecida como si el mundo estuviera a punto de terminar...

Podría seguir con la lista, porque literalmente pasé horas imaginándome lo que te contaría de la final del Tour de France que vimos instalados en las arcadas de la Rue Rivolí. Pero después de tres días sin ganas de escribir sobre el magno evento me di cuenta –una vez más- de que los deportes me aburren, horriblemente, y que sólo me acerco a ellos por solidaridad de consorte. Me dejan fría los eventos deportivos en general, sean o no finales de algo, mirar a los deportistas hacer deportes y la gente que pretende que a ti también te gusten los deportes que a ellos les gustan. Lo siento por Lyo, que es un deportista y amante empedernido de casi todos los deportes que existen sobre la faz de la tierra, pero no hay manera de que el tema me resulte atractivo.

Seguiré, como solidaria consorte, tal vez, si Lyo se anima a invitarme después de leer esta nota, asistiendo resignada a algún evento de suprema importancia, como la final del Tour de France. Pero desde ahora y para siempre destierro los eventos deportivos de este blog. Por el bien de la amistad entre nosotras, porque sé que a ti te aburren los deportes tanto o más que a mí.

martes, 29 de julio de 2008

Cuento que no ganó...

Amiga,
Hoy se dio a conocer el resultado del Concurso de Cuentos de El Nacional. Lo ganó Heberto Gamero, con el cuento "Los zapatos de mi hermano".

Como sabes, yo había mandado un cuento al Concurso, tal vez no con la idea de ganar, pero con la esperanza de que al menos apareciera entre los finalistas. No parece que pueda todavía competir en las grandes ligas de la narrativa nacional. Pero me queda la opción de publicar aquí el cuento que envié, por puro gusto de que lo lean mis amigos...

La tristeza de los geranios azules o el último cuento

Era su trabajo: había puesto en la web una página en la que se ofrecía a escribir los cuentos de los demás. “¿Tiene una buena historia que contar y quisiera verla escrita?” preguntaba la página desde el centro de un marco vinotinto, sin mucho decorado. Más abajo, en letras que aparecían y desaparecían lentamente, seguía: “Nosotros nos encargamos de escribirla para usted”. El nombre de la página era www.contamossuscuentos.com y había servido para mantenerla a ella y a su hija por los últimos dos años, lo que podía ser considerado un éxito. Hacía los cobros vía pay pal y las tarifas variaban dependiendo de la extensión y la dificultad de la historia. Algunos clientes ofrecían dos líneas y pretendían que con eso escribiera veinticinco páginas. Ésas eran las historias que costaban más, superadas únicamente por los cuentos que no eran más que un título. Pero estos cuentos sólo los escribía si estaba de ánimo y se sentía con derecho a rechazar el encargo cuando aquella única línea no le decía nada. Las condiciones estipulaban que debía haber al menos una semilla de historia: un principio, un medio y un fin. Había tenido que escribir a lo largo de los últimos meses una serie de condiciones mínimas para aceptar lo que ella llamaba “el contrato”.

La primera condición era ésta sobre la semilla de historia. Al principio no parecía importante, porque cuando se ofreció a contar las historias de otros imaginó que vendrían completas, con todos sus detalles y, por supuesto, con un desenlace. Pero no habían pasado dos meses cuando descubrió que gran parte de la gente que le escribía para contratar sus servicios tenía apenas una vaga idea de la historia que quería que le contaran. Porque ese era el otro asunto, en un primer momento se imaginó escribiendo los cuentos que otros ya habían vivido o imaginado, y al final ha terminado elaborando las historias que la gente quisiera oír, pero no saben muy bien ni cómo ni por qué. Una vez le escribió una señora que le pidió, literalmente, “quisiera que me contara una historia de amor que no termine en un final feliz, pero en la que tampoco se muera ninguno de los protagonistas y si tienen hijos que sea una niña y que no se quede con el padre”. Era una petición, como las que escuchaba cuando estaba chiquita y nada más se oían dos emisoras de radio allá en el pueblo: “póngame una canción bonita”.

Los hombres pedían sólo dos tipos de cuentos: la mayoría de las veces se trataba de historias en las que un héroe triunfaba luego de grandes trabajos que siempre implicaban viajes por espacios hostiles; otras veces, las menos, pedían historias de mujeres conquistadas. Bien visto, se trataba en realidad de una sola historia, lo que cambiaba era el tipo de territorio a conquistar. Las solicitudes pornográficas estaban expresamente prohibidas. Tal vez por eso sus clientes más asiduos no eran hombres. Las mujeres, en cambio, eran mucho más complicadas. Sus peticiones más simples resultaban difíciles de complacer. Siempre había un transfondo amoroso o romántico, pero los cuentos se diversificaban de maneras impredecibles y cada vez que creía haber completado el catálogo de todas las historias posibles, llegaba una mujer con un cuento que no entraba en ninguna de las categorías establecidas.

En algún momento tuvo una especie de cliente fija. Decía llamarse Beatriz y le escribía con la familiaridad de una vieja amiga que retoma cada vez una larga conversación nunca concluida. Primero le pidió que le escribiera un cuento muy simple, casi infantil. Se trataba de la historia de una niña que buscaba en una vieja casa un juguete que se le había perdido. Sorpréndeme con el final, escribió Beatriz en su primer email. Parece que el final le gustó, porque un par de semanas después pidió algo más complicado. Quería un cuento en el que apareciera un joven a punto de declararle su amor a una muchacha de su misma edad. Esta vez, el final estaba claramente descrito: la chica no debía saber sobre los sentimientos del joven y la historia debía terminar justo el momento antes de que el joven le hablara para confesarle su pasión. Esas fueron las palabras que usó Beatriz en el email: “confesarle su pasión”. También había exigido un título: La tristeza de los geranios azules. Era difícil juntar todos los elementos del cuento con aquel título tan específico y que parecía no corresponder con la anécdota, pero al final los geranios terminaron en la ventana de la chica que ignoraba ser amada y el cuento quedó de lo más bien. Tanto, que Beatriz escribió de nuevo con peticiones cada vez más detalladas.

Parecía claro que los personajes eran los mismos, pero ella los desplazaba en el tiempo y los cambiaba de lugar para crear el efecto de que se trataba de distintas historias. Primero eran casi adolescentes y vivían en una pequeña ciudad del interior, luego tenían entre cincuenta y sesenta años y estaban en la capital, de pronto eran jóvenes otra vez y pasaban vacaciones en el campo... y así. Después de unos meses, los cuentos que Beatriz había pedido podían ya recomponerse en una larga y misma historia, que se desarrollaba de manera predecible, enamoramiento, noviazgo, matrimonio, hijos, mudanzas, cambios de trabajo o de colegios. Pero todo esto parecía suceder como en el fondo de los pequeños relatos que Beatriz pedía. Lo que quedaba al frente eran escenas muy acotadas, claramente enmarcadas, en las que lo que sucedía era más bien poco: la sorpresiva visita de un familiar, la preparación de una cena de aniversario, la compra de un pequeño regalo y, de nuevo, cada tanto, la angustiosa búsqueda de algo que se ha perdido. A veces era un pañuelo, otras un zarcillo, un libro, una receta de cocina traspapelada, el recibo del condominio. En aquellas historias de objetos perdidos lo que parecía más importante era la reconstrucción de una especie de atmósfera que era muy difícil de lograr, pero resultaba un reto interesante y a Beatriz no le importaba que el precio subiera un poco.

En una de esas historias de objetos perdidos, Beatriz pidió que la protagonista encontrara algo que no le pertenecía ni a ella, ni al esposo ni a los niños. Pero dejó en el aire el final de la historia, algo que sólo había sucedido aquella primera vez y que parecía haberse diseñado como una prueba. Al no saber qué objeto debía usar y cómo debía terminar el cuento, la solución pareció presentarse sola, al principio como una especie de travesura: ella debía encontrar una prenda femenina, aún olorosa a perfume, y descubrir así que su esposo tenía una amante. Parecía una posibilidad entretenida y, ya que estábamos dándonos libertades, el cuento fue escrito con todos los elementos necesarios para abrir y cerrar una intriga amorosa que termina en decepción. Era el mejor cuento que había escrito desde que se dedicaba a este trabajo e incluso pensó en publicarlo.

Beatriz desapareció por semanas. Mientras tanto seguían llegando otras peticiones con la misma regularidad, incluso a veces más de lo acostumbrado y había que apurarse porque el tiempo no alcanzaba para complacer a todo el mundo. Era entretenido intentar responder exactamente a cada una de las exigencias de los clientes y hasta mejorar los argumentos con relatos paralelos y detalles adicionales que le daban a las historias ese toque personal que era imprescindible para que cada cliente quedara satisfecho. De eso dependía que su clientela se conservara e incluso que se ampliara, porque un cliente satisfecho siempre vuelve y recomienda el producto a sus amigos y conocidos. Pero con el tiempo había notado que algunos de sus clientes eran de los que ella llamaba monodiegéticos, burlándose de los viejos tiempos en que estudiaba lingüística en la universidad. Era gente a la que le bastaba una sola historia bien contada para llenar su entera existencia. Por suerte no era la gran mayoría, porque su trabajo se hubiera terminado en un par de meses. Tampoco era el caso de Beatriz. No habían pasado cuatro semanas cuando volvió a aparecer pidiendo una historia de viejitos. Dos viejitos sentados frente al televisor encendido, decía el mensaje. Uno de ellos está muriendo, el otro pide perdón. El cuento debe llamarse Ten piedad de nosotros y debe terminar justo antes del perdón o de la muerte, lo que ocurra primero.

Era la petición más complicada de las que había recibido, pero parecía significar que Beatriz se había cansado de jugar y quería cerrar para siempre la larga historia de sus dos personajes. Era fácil imaginar todos los cuentos que había escrito para Beatriz ordenados de manera cronológica y este texto cerrando la pequeña novela que los cuentos construían. Su primer impulso fue escribir un texto retrospectivo en el que salieran a la luz las historias escondidas de todos los cuentos anteriores, los pequeños rencores silenciados, los reclamos no hechos, las furias controladas y disueltas en los breves gestos cotidianos. Pero luego creyó entender que éste debía ser un relato de perdón y, en cierto modo, de redención, por eso el título era una oración y un ruego. Estuvo cargando con aquella historia por días. Todos los encargos quedaron detenidos y sólo había tiempo y ganas de pensar en la historia de los dos viejitos. Llevaba cuatro páginas torpes que parecían no funcionar cuando llegó otro mensaje de Beatriz con una sola línea. Que por favor lo perdone antes de que se muera, decía. Había en ese mensaje una angustia tan genuina que era inevitable pensar que se trataba de la historia real de una mujer desesperada por la imposibilidad de dejar de amar a alguien que la había traicionado. Así que descartó las cuatro páginas inútiles que había escrito y comenzó de nuevo con una idea clara: el perdón debía llegar antes que la muerte, pero la muerte no sería natural. Esta mujer debía terminar vengándose.

Creía firmemente que hay guerras que se ganan en la ficción, aunque no puedan ser libradas en la realidad, o precisamente por eso. Así que se sentía autorizada para otorgar, en sus pequeñas ficciones por encargo, cierto alivio y algo de cierre a las heridas que en las batallas cotidianas siguen abiertas. Así que en una larga noche de insomnio escribió las veinte páginas del cuento final de la historia de Beatriz y le pareció que el título le quedaba perfecto. A la mañana siguiente envió el cuento en un documento adjunto y escribió en el email que lo acompañaba: “espero que éste sea el final que realmente deseas para tu historia”. No sabía por qué había escrito aquella línea tan personal y al mismo tiempo tan desafiante. No recibió respuesta. El pago llegó puntualmente y Beatriz desapareció.

Pasaron meses. El negocio se amplió y se diversificó. Abrió una página sólo para cuentos de niños en la que su hija la ayudaba con los argumentos y le corregía su tendencia a las frases largas y complicadas. Había logrado armar incluso un volumen de sus mejores cuentos que una editorial estaba considerando publicar, con prólogo de un viejo amigo de la universidad que se había convertido en escritor famoso y premiado. Pasó más de un año tal vez. Y un día llegó un email con una petición que parecía vagamente familiar. El nuevo cliente decía llamarse Aníbal. Escribía con una mezcla de formalidad y confianza que daba un efecto a veces cómico. Dudando entre tratarla de tú o de usted, le pidió que le escribiera un cuento muy simple, casi infantil. Se trataba de la historia de un niño que buscaba en una granja de un pueblo perdido un juguete para entretenerse. Sorpréndame con el final, escribió Aníbal en su primer email. Tal vez era sólo una coincidencia, pensó, los seres humanos se parecen tanto.

Tenía tal cantidad de trabajo que decidió retomar el viejo cuento que le había escrito a Beatriz y cambiar los pequeños detalles que servirían para complacer a este nuevo cliente. Había hecho esto antes con otras historias que se parecían demasiado, sobre todo con las historias que pedían los hombres. Así que terminó de arreglar el viejo cuento y se olvidó del asunto el mismo día en que lo envió. Pero Aníbal no iba a ser un cliente de esos que se conformaban con un solo cuento y escribió una semana después para pedir una historia más complicada, en la que un joven deseaba declararle su amor a una chica que no tenía idea de sus intenciones. El cuento debía contener geranios azules. El título no importaba, pero al final ella debía sonreir y aceptarlo. Esto ya no podía ser una coincidencia y no se atrevió esta vez a rehacer el cuento que había compuesto para Beatriz sino que escribió un cuento totalmente nuevo para Aníbal.

Cuando llegó el tercer pedido y las coincidencias se hicieron absolutamente claras, decidió tener a la disposición la carpeta con los cuentos de Beatriz e incluso anticiparse a las peticiones de Aníbal. Descubrió de inmediato que Aníbal prefería las historias en orden cronológico, así que ordenó los cuentos de Beatriz en la secuencia que le pareció más lógica, tomando en cuenta las edades de los personajes, y fue previendo las tramas que vendrían. Fantaseó con la posibilidad de publicar una novela con esta historia escrita desde dos perspectivas opuestas. No era muy original, aunque tenía el encanto de estar brotando de la vida misma. Pero todas las previsiones tomadas resultaron inútiles. Los cuentos de Aníbal no se parecían en nada a los de Beatriz. Si en los cuentos de Beatriz las historias estaban claramente enfocadas en un mínimo acontecimiento, vivido con intensidad, en los cuentos de Aníbal la anécdota se alargaba y crecía, llena de hechos y acontecimientos que parecían opacar cualquier brote sentimental. Cada historia parecía elaborada con el propósito explícito de probar una tesis. Aníbal necesitaba inventariar todas y cada una de las veces en que había sido abandonado, echado a un lado, disminuido, desautorizado, silenciado o ignorado. Sus cuentos eran alegatos, pruebas a ser presentadas en un juicio.

Cuando llegó el tiempo de contar la historia de la infidelidad y la traición hubo largas semanas de silencio. Aníbal se tomó un tiempo antes de continuar. Finalmente, llegó un email suyo pidiendo un cuento en el que compraba para ella un hermoso anillo de aniversario, de esos que llaman amor eterno y que tienen tres diamantes idénticos alineados que simbolizan el pasado, el presente y el futuro. Este era un cambio sustancial con respecto a los relatos de Beatriz. Entonces recordó que ella había inventado la historia de la prenda íntima olorosa a perfume de mujer y que tal vez, sin saberlo, aquella especie de travesura había desatado un malentendido de proporciones incalculables. Si esta era en realidad la historia de esos dos seres que decían llamarse Beatriz y Aníbal, qué derecho había tenido ella de intervenir en sus vidas inventando una amante que no había existido nunca. Aquí estaba este pobre hombre enamorado de su mujer, adolorido por todos los descuidos y abandonos a los que había sido sometido, comprándole un magnífico regalo de aniversario, cuando tal vez lo que debería estar haciendo era buscarse una amante. Escribió un cuento cursi y melodramático que tituló Amor eterno y se lo envió a Aníbal con una nota seca que terminaba el contrato entre los dos. Lamento no poder continuar con el trabajo que he venido realizando para usted, etcétera.

Pero Aníbal le escribió con una petición que juró que sería la última. Le rogó que aceptara escribirle un cuento final. Dos viejos sentados frente al televisor apagado. Uno escucha, el otro lee. Luego se alternan y el que estaba en silencio comienza a leer. Se leen, intercalados, pequeños cuentos donde aparece la historia de sus vidas. En ellos se revelan los secretos de los que ninguno de los dos se ha atrevido a hablar abiertamente durante largos años de convivencia, desencuentros y malentendidos. El cuento debe llamarse La tristeza de los geranios azules y uno de los dos debe morir sin haber sido perdonado. Sorpréndame con el final, decía el email.

domingo, 27 de julio de 2008

La Biblioteca Nacional

Amiga,

Ayer nos dimos una larga caminata por el sureste de la ciudad. Queríamos ir a la Biblioteca Nacional, porque habíamos leído que era un sitio espectacular, por su arquitectura y por ser una de las obras monumentales del París de Miterrand. Y además es una Biblioteca, que es algo que todo académico que se respete debe conocer. Así que nos dispusimos a hacer el trayecto caminando desde la Villa Pasteur. Pero como era sábado nos tomamos la mañana con calma y salimos casi a mediodía, con ánimo de almorzar en la mezquita y pasar por la Plaza de Italia, donde hay un centro comercial que queríamos mirar antes de seguir hasta la Biblioteca.

El almuerzo en la mezquita fue de las mejores cosas que hemos hecho en París. Como te conté en una nota anterior, la mezquita tiene un restaurant en una de sus esquinas, la que da al Museo de Historia Natural. Desde la entrada uno siente el olor de los platos y comienza a abrírsele el apetito. Justo al cruzar la puerta hay un patio con sillas para sentarse a tomar té de menta con dulcitos árabes.



Pasando este patio se llega al comedor, donde se agrupan unas doce mesas bien apretadas. No había mucha gente así que nos sentaron casi al llegar. La sala está decorada en el más estricto estilo árabe, con sus cerámicas coloridas, sus lámparas rebuscadas, sus arcos y columnas típicas... y las mesas son unas grandes bandejas de metal puestas sobre unas patas de hierro, así que de entrada tienes la sensación de que vas a comer en un escenario sacado de las mil y una noches (es imposible en estos casos evitar el imaginario orientalista). Tomé una foto de la sala, pero no quedó muy nítida, porque pretendí tomarla sin flash para no incordiar a los presentes. A uno le da cierta vergüenza comportarse como un vulgar turista en estos sitios. Igual te la pongo aquí para que te hagas una idea, bajo la promesa de que la próxima vez que vayamos me esmeraré en tomar una foto más decente.



Lo que todo el mundo come aquí es couscous en sus distintas variedades y té de menta, además de los deliciosos dulcitos que te traen a la mesa al final de la comida en una enorme bandeja. Así que nosotros también pedimos nuestro respectivo couscous, el mío vegetariano, el de Lyo con Kafta. De más está decir que comimos riquísimo, acompañados por los pajaritos que entran y salen del comedor al jardín y que esperan que uno se descuide para volar raudos sobre las mesas a comerse los restos. No se puede decir que hay sólo locales en el lugar. Más de uno andaba con su guía de París viendo a ver qué plan armaba para la tarde. Pero la verdad es que es un ambiente mucho más relajado que los típicos lugares turísticos y algunos de los comensales parecían estar habituados al lugar. Nos costó un enorme esfuerzo tomar impulso para salir de ahí a cumplir con la jornada que nos habíamos propuesto.

De la mezquita a la Plaza Italia hay unas ocho cuadras largas. Es el borde entre el quinto y el décimo tercer arrondissement, así que la ciudad va cambiando lentamente a medida que se camina hacia el sur. Se van dejando atrás los pequeños edificios del Quartier Latin y va poco a poco apareciendo una ciudad más moderna, con edificios más altos y apartamentos más modestos. Las tienditas se vuelven menos pintorescas y más pragmáticas, son las que usa la gente que día a día transita por la zona, no los turistas en busca de recuerditos. En esta zona está la fábrica de Gobelinos más antigua de la ciudad (o la única que queda, no sé). Así que hay varias tiendas dedicadas a vender todo tipo de tejidos, alfombras y telas de tapicería.

Al llegar a la Plaza Italia la ciudad parece convertirse en otra. En el extremo sur de la plaza hay un enorme centro comercial construido en acero y vidrio. Lyo decía que se sentía en el Tolón en Las Mercedes. Yo le comentaba que aquí es donde están los verdaderos parisinos que él tanto ha estado buscando, los “auténticos”. No creo que haya un parisino “auténtico”, pero sin duda el promedio debe pasar más tiempo en lugares como éste que en la Ile de la Cité.

Dimos una vuelta por el centro comercial. Nos tomamos un café para poder afrontar el resto de la tarde y no aguantamos mucho más el calor y el gentío. Los centros comerciales aquí no están climatizados como en Caracas y en verano te puedes morir del calor. No parece ocurrírsele a nadie que una buena ventilación, a falta de un aire acondicionado central, mejorarían mucho el ambiente. Para colmo, ésta es época de rebajas y todo el mundo parece estar intentando comprar el último objeto en oferta de la temporada. Salimos acalorados y aturdidos en busca del Bouleverd Vincent Auriol, que nos llevaría a la Biblioteca Nacional. Es un camino largo y no hay nada interesante que ver, porque se camina todo el tiempo al lado de una línea del metro que está en reparación y es horrorosa. Finalmente, cuando estábamos al borde de desfallecer de calor, llegamos a la biblioteca.



La verdad es que el lugar me decepcionó. Me pareció inhóspito, vacío, seco. Son cuatro edificios ubicados como en las cuatro esquinas de un inmenso rectángulo (se supone que representan cuatro libros abiertos). A primera vista la explanada está vacía, pero si uno se acerca se da cuenta de que hay un jardín en el centro, unos cuatro pisos más abajo, donde está la entrada a las salas de lectura. No me puedo imaginar cuál fue la idea detrás del diseño de este espacio tan poco acogedor. Estuvimos un rato echando broma sobre la “moraleja” de la historia detrás del diseño. Sólo se nos ocurrió que los arquitectos quisieron mostrar que para llegar a la sabiduría hay que atravesar un largo desierto, enfrentando los elementos, el frío y el calor, la sed y el hambre, en la más absoluta y devastadora soledad. Si el que busca el saber persiste lo suficiente y no se queda en el camino, le será dado acercarse al oasis hundido en el medio del desierto y allí, como el agua que calma la sed, le será otorgado el saber por el que tanto luchó sin desmayo... o algo parecido.

Por ese inmenso terraplén de tablas no se puede pasear en bicicleta, ni patinar, ni patinetear, como bien lo advierten una serie de antipáticos letreros. Lo único que se puede hacer es soportar el sol que cae a plomo sobre tu cabeza y uno se imagina que en invierno es peor, porque debe hacer un frío que hiela. Al borde de la explanada hay una serie de escalinatas en las que –por suerte- uno puede sentarse a mirar el Sena. Es el único lado amable de todo el lugar. Así que en vez de quedarnos observando la planicie inhóspita, o bajar a las salas de lectura, preferimos el llamado del agua y cerramos el día comiéndonos un helado y tomándonos una sidra a las orillas del amable río.

De regreso a la casa descubrimos una piscina pública que ¡flota! al borde del Sena... ¡solamente aquí puede suceder una cosa como esa! Te debo una foto del lugar, porque al final del día nos quedamos sin pilas en la cámara.

viernes, 25 de julio de 2008

El Louvre en un santiamén



Amiga,

El miércoles estuvimos en el Louvre. Los miércoles y viernes el museo está abierto hasta las diez de la noche y desde las seis de la tarde la entrada cuesta seis euros en lugar de los nueve habituales. Así que quedamos en encontrarnos a las siete bajo la gran pirámide para tratar de ver al menos las obras más famosas que hay en el museo. Habíamos hecho una lista, basados en una página web que ofrecía instrucciones precisas para encontrar las diez obras más famosas del museo, como la Mona Lisa, la Victoria de Samotracia, la Venus de Milo... Armados con nuestra lista y el mapa del museo nos dispusimos a hacer un recorrido rápido y efectivo. No somos animales de museo, preferimos las calles y el cine. Pero estar en París y no ir al Louvre nos empezaba a parecer una especie de sacrilegio.

Llegué algo temprano y para ganar tiempo intenté adelantar al menos la compra de las entradas. Aunque eran casi las siete de la noche había, como siempre, largas colas en las taquillas normales y tratando de buscar una solución más rápida, intenté probar con las taquillas electrónicas. Mientras hacía la cola me dio tiempo de mirar un poco la actividad de la gente que llega y sale del museo. La entrada del Louvre está debajo de la famosa pirámide que se ha convertido ya en el símbolo del museo. En verano, a las siete hay una luz que sería equivalente a la de las cuatro de la tarde para nosotros. Unas cuatro de la tarde que duraran tres horas, más o menos. Bajo esa luz brillante que se cuela por los cristales de la pirámide, no parece que estuviéramos en uno de los museos más importantes de occidente, sino en un moderno centro comercial lleno de tiendas y de lugares de entretenimiento.

Después de una lenta cola de unos veinte minutos, porque nadie sabe muy bien cómo comprar las tales entradas y la gente se tarda una eternidad en cada compra, llega mi turno. El procedimiento de compra electrónica es tan simple como el de sacar dinero en un cajero, pero el problema es otro: las tarjetas de crédito extranjeras no funcionan. O al menos ese día no funcionaban, porque cuando llegó Lyo hicimos la misma cola en otra máquina, pensando que había algún problema con mi tarjeta, pero no hubo manera, ninguna tarjeta funcionaba. Nos tocó hacer la cola de las taquillas tradicionales. No fue tan grave a fin de cuentas y en quince minutos estábamos ya entrando por el lado sur del museo, la zona llamada Denon, donde se concentran algunas de las obras más importantes. Nos llamó la atención que las entradas no te las marcan, ni te las quitan. Sólo las miran y te dejan pasar con tu entrada intacta.

Como todo turista que se respete, nuestro primer objetivo era La Gioconda de Da Vinci, pero como la Venus de Milo está en la planta baja decidimos verla primero. Antes de llegar a la sala en la que está la famosa Afrodita hay que pasar por una serie de salas atiborradas de esculturas etruscas y romanas y es inevitable detenerse a mirar, a admirar, todo lo que nos resulta familiar por haberlo estudiado en los libros de educación artística. Uno no puede sino pensar que los manuales por los que estudiamos en bachillerato fueron construidos a partir de los catálogos del Louvre. Al llegar a la sala de la Venus de Milo nos encontramos con el típico tumulto de gente que se arremolina alrededor de una obra famosa. Es casi un milagro que haya logrado tomar esta foto en la que la sala parece vacía:



En el Louvre se permite tomarle fotos absolutamente a todo y hay una sensación de falta de restricciones que es sorprendente para quienes estamos acostumbrados a vivir en sociedades en las que todo está prohibido y las visitas a los museos están estrictamente vigiladas por funcionarios que parecen más policías que agentes de la cultura. Aquí los funcionarios son discretos, apenas visibles, la vigilancia no es evidente y nadie te dice cómo debes comportarte. Las pinturas y esculturas están en su mayoría despejadas y accesibles al público, de modo que puedes tocarlas si quieres. A lo largo de todo el museo hay anuncios en distintos idiomas que dicen: “se ruega no tocar las obras”, pero en realidad nadie está ahí para impedir que la gente lo haga. De hecho, muchas esculturas tienen áreas desgastadas por el roce de cientos de miles de personas que han sentido la urgencia de pasarles la mano en un momento dado.

Entre la planta baja y el primer piso está la escalera en la que se despliega la Victoria de Samotracia. Es la obra que más me gusta del museo y la primera vez que estuve aquí, hace más de diez años, me impresionó tanto encontrármela de pronto que me quedé sentada en la escalera un buen rato, admirándola. No sé si es el tamaño, o la sensación de movimiento, o una especie de energía positiva que parece emanar de la posición de las alas, lo cierto es que es una visión que se le queda a uno en la memoria para siempre.

No es difícil encontrar la sala en la que está la Gioconda. Hay señales por todo el camino desde la entrada hasta la sala correspondiente. Así que si sólo quisieras ver la obra maestra de Da Vinci podrías, en principio, entrar y salir sin distraerte. Pero la verdad es que es imposible. El gran salón donde tienes que entrar para dirigirte a la sala de la Mona Lisa es tan espectacular que no puedes evitar pararte a verlo. Es un pasillo enorme, con un techo que deja pasar la luz del sol, donde se exponen pinturas italianas desde el siglo XIII hasta el XVIII.



Es una tarea agotadora ver con detenimiento todo, cada cuadro te impresiona por una razón o por otra y llega un momento en que simplemente no puedes registrar nada más. Ahí es donde te das cuenta de que no importa cuántas visitas hagas al Louvre, nunca vas a poder captar completamente lo que hay allí ...y menos entenderlo. Tal vez por eso, y porque no tienes toda la vida para contemplarlo, los impacientes sólo van directo a las salas más importantes. Y es inevitable caer en el lugar común cuando se trata de la Gioconda. Las hordas de turistas frente a la pintura son ya una leyenda. Es una de las pocas pinturas protegidas por estrictas medidas de seguridad, por varios vigilantes y por cordones y barandas que impiden que la gente se acerque.



Sin embargo, logramos llegar hasta el borde más cercano que se le permite al público y mirar por un rato la cara sin cejas de la imagen que tantas especulaciones ha desatado. Tengo que confesar, desde mi supina ignorancia, que no me parece nada del otro mundo la tal Mona Lisa. Creo que hay pinturas mucho más interesantes y sorprendentes en este mismo museo y todo el ruido alrededor de una sola pintura me parece excesivo. Sin ir muy lejos, en la misma sala está Las Bodas de Caná, la gigantesca pintura de Veronese, que es un verdadero espectáculo. De ahí es este fragmento con gato...



La lista seguía, porque sólo habíamos visto cuatro de las diez obras que habíamos venido a visitar. Logramos ver La balsa de la Medusa y La Libertad guiando al pueblo. Están casi una al lado de la otra. Después de mucho buscar nos resignamos a no encontrar La coronación de Napoleón, Los votos de Horacio o La odalisca de Ingres. Eran casi las nueve y yo desfallecía del hambre, pero decidimos hacer un esfuerzo más para tratar de encontrar Los esclavos de Miguel Ángel. Y la verdad es que valió la pena buscarlos, porque se trata de esculturas no terminadas, que muestran el modo como del mármol crudo va saliendo cada músculo, cada brazo o pie, cada parte de esos cuerpos adoloridos.

No creo que sea posible decir con seguridad cuáles son las diez obras que se supone que hay que ver en el Louvre. Ninguna lista le hace justicia a la inmensa cantidad de objetos de arte realmente fascinantes que hay en el museo. Pero por algo había que empezar y la verdad es que nos sirvió de aperitivo, porque nos quedamos con ganas de ver más. La lección más clara cuando uno visita este tipo de espacios es que el valor del arte está más allá de lo que las obras representan o de lo que se supone que debes saber sobre ellas. El valor está en aceptar que un objeto te conmueva. Ese estremecimiento, esa pasión diferida, esa suspensión del ahora que hace que te dejes atrapar aunque sea por un par de segundos por las obsesiones o deseos de otro... eso es lo que vale la pena experimentar. Todo lo demás es discurso.

jueves, 24 de julio de 2008

Jardines de Luxemburgo

Amiga,

Te debo una nota sobre los jardines de Luxemburgo. Lo más parecido a una rutina que he podido establecer aquí es caminar las tres cuadras que me separan de la entrada Sur de los Jardines y sumergirme en otro mundo, en pleno centro de la ciudad. Lo primero que hay que saber sobre los Jardines es que se dividen en tres zonas no muy bien delimitadas pero claramente establecidas: la zona de los turistas, las diversas regiones de los visitantes asiduos y el lugar de refugio y exhibición de los locales. Faltaría tal vez un cuarto espacio, que es el de los que trotan en el borde o en el interior de los jardines, pero esa zona es más etérea y difícil de definir, porque está en permanente movimiento.

Cuando entras por primera vez sólo eres un turista. El espacio se te abre al llegar y sólo buscas alcanzar rápidamente el centro, con sus galerías altas enmarcando la fuente central y al fondo el Palacio de Luxemburgo. Cuando llegas ahí, con los zapatos empolvados por la arena fina que cubre todos los espacios abiertos de esta ciudad, no entiendes muy bien el funcionamiento del asunto y la verdad es que, como sólo eres un turista, no te interesa sino tomar fotos. Y esa es la foto perfecta.



Si vas con un guía, como vienen en grandes bandadas los turistas japoneses o españoles, te contarán que los jardines fueron construidos para adornar la casa que se hizo construir María de Médicis cuando, harta de la pompa y las intrigas del palacio real, decidió cambiar de vecindario y comprarse un pedazo de campo en lo que eran las afueras de la ciudad. Pero el Palacio ha pasado por demasiadas manos y son muchas las historias que van desde el siglo XVII hasta hoy para que la saturada mente del turista pueda retener todos los detalles, salvo que hoy en día ahí se reúne el Senado de la República. Lo que el turista sí retiene es el ruido del agua, el color de las flores, la frescura de los árboles y, tal vez, sobre todo, la generosa disponibilidad de bancos y sillas que se esparcen en todas las zonas del jardín. Si eres un turista y vas de paso, tal vez sólo retengas que te tomaste un agua o un café bajo los árboles o al sol, que viste unos niños jugando en la fuente con barquitos de vela, que había una luz espléndida y que mucha, pero mucha gente estaba instalada en ese enorme parque, sin importar la hora del día, haciendo nada o casi nada.



Si vas una segunda vez, e incluso una tercera, te sientes menos turista y empiezas a ver lo que no habías visto antes. Entre otras cosas, notas que hay una fauna local que utiliza los jardines como lugar de refugio y exhibición. Te asombras con el rincón donde crían a las abejas, con los ponis en los que se montan con alegría los niños, y notas a los viejos entretenidos en largas partidas bolas criollas (o como se llame ese juego aquí) o a las jovencitas delgadísimas jugando tenis y los solitarios practicantes de tai chi. Y, como si no lo hubieras visto antes, te sorprende la cantidad de gente que se instala a comer, a leer, a dormir la siesta o a mirar para allá... y, finalmente, te das cuenta de las sillas. Las sillas del jardín son tan famosas que incluso hay un dibujo de ellas en el aeropuerto Charles de Gaulle con un mensaje de bienvenida. Son un símbolo del dejar-hacer-dejar-pasar que se supone es el emblema de la vida parisina.



Si tienes tiempo para observarlas con detenimiento, te darás cuenta de que las sillas del jardín son de tres tipos: las hay rectas y simples, las hay rectas pero con posabrazos y hay unas que tienen como un ángulo de caída. Las diferencias son cruciales. Las sillas rectas sin posabrazos son las que usa todo recien llegado. En ellas se sientan muy circunspectos los turistas japoneses que ya vinieron antes y quieren vivir con más calma la experiencia del jardín o el ejecutivo que decide detenerse a almorzar sin mucho protocolo o el pobre ser que no pudo encontrar una silla más cómoda. Las sillas con posabrazos son el asiento preferido de quienes comen o sólo miran para allá con mucha atención, para retener todo lo que pasa alrededor. Son las que usan quienes no tienen intención de instalarse mucho rato. Pero la joya de las sillas son las inclinadas. En lo que descubres las sillas inclinadas entiendes que son éstas las que eligen los asiduos para leer o dormir la siesta, siempre acompañadas por las sillas rectas y simples que los asiduos no usan para sentarse sino para poner en ellas los cansados pies. En el momento en que logras distinguir y elegir la silla que más se acomoda a tu ánimo y a tu conveniencia, es posible que ya hayas dejado de ser un turista y estés entrando, como yo, en la categoría de los visitantes asiduos.

Cuando ya te sientes un visitante asiduo procuras evadir tres cosas, los niños, los turistas y el exceso de sol. Eso implica alejarte de la plaza central, con su fuente y sus niños gritones, con sus bandadas de turistas que entran y salen como las mareas, y adentrarte bajo los árboles. Hay dos maneras de realizar esta estrategia evasiva. Si te quedas bajo los árboles que están hacia el lado Este del parque, vas a tener mucha sombra pero también el ruido interminable de la gente que pasa, literalmente arrastrando los pies en la arenisca, lo que se une al ruido de los platos y cubiertos del café cercano, de la música que siempre está presente en el gazebo, de los aplausos cada vez que una pieza termina... en resumen, sólo debes quedarte de ese lado si quieres escuchar el incesante ajetreo del parque. Pero si lo que quieres es un poco de paz y algo de silencio, si necesitas al menos concentrarte lo suficiente para leer un párrafo a la vez, entonces debes caminar hacia el Oeste, dejar atrás las franjas verdes en las que se amontonan los adolescentes inmunes a los mosquitos y a la piquiña de la grama, y buscar un par de sillas libres cerca de un árbol de generosa sombra, a una distancia prudencial de las canchas de tenis y justo antes de que comiences a escuchar el ruido de las bolas criollas o de los niños que pelean en el parque.



Si tienes la suerte de encontrar un par de sillas libres en ese lugar ideal estás al borde de convertirte en un local, pero puedes mantenerte a una distancia lo suficientemente segura como para que a ningún turista se le ocurra abordarte para pedirte una dirección ni a ningún borrachito se le antoje exigirte que le regales un cigarro. Ahí, a la sombra cambiante de un inmenso maple, con la brisa aliviando los calores del verano, puedes sacar tu libro y leer por horas, mirar pasar a todo el que se te cruza y dejar que el tiempo se disuelva sin prisa. Si estás sentada ahí lo suficiente, un par de pajaritos va a venir a acompañarte, a ver si tienes algo qué darles para comer. Te mirarán con curiosidad y con insistencia y si no les das nada se irán en volandas en busca de mejores prospectos. Si tienes suerte, como me pasó ayer, una confianzuda paloma se va a sentar al lado de tu silla a hacerte compañía, ronroneando como un gato consentido. Entonces vas a sentir que el jardín te da la bienvenida y te acepta generosamente como parte de su fauna.

lunes, 21 de julio de 2008

Impresiones deshilvanadas de París



Amiga,

He estado tratando de ordenar mis impresiones sobre París para escribirte algo que resulte interesante, y la verdad es que me cuesta mucho. Esta es una ciudad enorme, impresionante, que te sobrepasa y donde te sientes tan sobreestimulada que es difícil hacer un balance. He intentado vivir como si no fuera un turista y ha sido imposible. He intentado construirme una rutina y no he podido. Creo que hoy ha sido el único día, desde que estamos aquí, que he decidido quedarme en la casa tratando de ordenarme, escribir y descansar un poco. Y sin embargo tuve que salir a lavar ropa, a devolver una película que alquilamos el fin de semana y a comprar algo en el abasto para comer. Así que no ha sido exactamente un día de descanso.

Este fin de semana estuvimos en Fontainebleau y el fin de semana pasado en el palacio de Versalles. Los lugares y las impresiones se me acumulan y por más que trato de pensar en un modo de ordenar lo que debería contarte, no lo logro. Tal vez deba empezar por lo más cercano: el vecindario donde estamos. Como te conté en otra nota, estamos en la Rue des Ursulines, en la Villa Pasteur.



Son unas residencias en las que pueden vivir sólo los invitados de las universidades de París. Esta calle es una sola cuadra que en un extremo termina en la Rue Gay Lussac y en el otro en la Rue Saint Jacques. Ambas calles son un punto de referencia por esta zona. Están llenas de tiendas, restaurantes, cines, cafés, panaderías y pastelerías. Son realmente animadas y coloridas. Cuando caminas por cualquiera de ellas sientes el olor a café, a pan recién hecho, a carne a la parrilla o a mariscos salteados, a vegetales cocinados a la plancha o a salsa de tomate y albahaca servida sobre un buen plato de pasta. Pero también huele a veces a cloacas, a orine de perro y a vómito de borracho... todo hay que decirlo.

Más allá de estas dos calles, que se han convertido en nuestro territorio cotidiano, hemos adoptado el lado Este del vecindario. Cruzando la Rue Gay Lussac desde aquí se llega a la Rue Erasmo y de ahí a una callecita que desemboca en la Rue Moufetard, que tiene un cine alternativo y barato; además de unas tres largas cuadras llenas de restaurancitos ricos y nada caros.



Un poco más al Este está la Rue Monge, con su plaza Monge, donde está la estación de metro de la línea 7 que hemos adoptado como nuestra favorita. Ahí hacen un mercadito varios días a la semana. En ese mismo vecindario descubrimos la mezquita de París, que es la más antigua de Francia y que se puede visitar pagando tres euros. Tiene adentro un restaurant que parece vivir lleno de gente. Sólo nos tomamos ahí un tecito con menta, pero planeamos comer en algún momento antes de irnos porque la verdad es que huele delicioso. El patio donde tomamos té está sembrado de árboles de higos y hay cientos de pájaros revoloteando y cantando, me imagino que atraídos por las frutas. El sonido de los pájaros le da un aire mágico al lugar que de por sí es hermoso.



Justo en la esquina de la mezquita está el Museo de Ciencias Naturales y su jardín de plantas, que es uno de los más grandes y antiguos de París. En este momento hay una exposición en los jardines sobre las capas geológicas de Francia y pusieron en el piso, a la entrada del jardín, un inmenso mapa geológico sobre el que la gente puede caminar. Es entretenido ver a la gente, de todas las edades, caminando encima del mapa buscando un lugar específico o sorprendiéndose con lugares que tal vez no pensaba encontrar. Todos a pleno sol, parados o en cuatro patas, contándose a gritos lo que ven. Como te puedes imaginar, sólo pasear por “el vecindario” da para varios días de largas caminatas.

Eso sin contar que hacia el Oeste tenemos los Jardines de Luxemburgo, a los que quiero dedicarles una nota aparte, porque tienen un encanto que merece exclusividad. Los Jardines están al borde el Boulevard Saint Michel que es tal vez uno de los más famosos de esta zona de la ciudad. Hacia el Norte está el Panteón que nos queda a unas dos cuadras apenas y cuya cúpula podemos ver a diario. Si queremos ir al río sólo tenemos que seguir la Rue Saint Jacques hasta allá, sin cruzar a ningún lado, pasando por la Sorbona y atravesando el Boulevard Saint Germain. Al Sur tenemos el Boulevard Montparnasse donde también hay mercado al aire libre y es una de las zonas más interesantes, por la mezcla de gente y porque hay pocos turistas.



Hemos estado, por así decirlo, a la caza de los lugares no turísticos. Tal vez por eso nos hemos querido concentrar en las calles que nos rodean, para vivir la ciudad como si no estuviéramos de paso. Uno de los ejercicios que hemos hecho ha sido salir sin mapa. Es interesante recorrer los vericuetos de París sin saber exactamente dónde estás. Porque esta no es una ciudad construida en cuadrícula y cuando das la vuelta a una cuadra no siempre sales al lugar a donde crees que vas a salir. Así que es todo un reto decidirse a caminar largo sin ninguna guía. No nos hemos perdido, por supuesto. Pero a veces damos más vueltas de las necesarias o terminamos consultando alguno de los mapas que hay en las paradas de autobús o en las entradas del metro. El otro ejercico de vida parisina ha sido salir sin la cámara. Pero la tentación de fotografiar es muy grande, como puedes ver por las fotos que acompañan esta nota y por las que vendrán. Hay demasiadas cosas interesantes que uno mira, de entrada, con el ojo de la cámara y creo que no necesariamente se trata de un mal de turista, tal vez es un tic de extrajero, de ser descolocado en el mundo. Hasta cuando estoy en Caracas o en Mérida veo cosas que quiero fotografiar y guardar en mi memoria virtual. Tal vez ya no vuelva a sentirme lo suficientemente cómoda en ningún lugar... tan integrada que no necesite capturar imágenes como si fuera un turista desesperado por recordar el instante.

viernes, 11 de julio de 2008

Recuerdos de Berna



Amiga,

Te debo una puesta al día porque hace tiempo que no escribo. La verdad es que he estado medio desajustada con las mudanzas. Te había comenzado a escribir el último día que pasamos en Besançon, pero dejé el texto a la mitad porque no me sentía con ánimo. Antes de contarte cómo nos ha ido en París, te cuento que estuvimos en Berna, en casa de un amigo de Lyo, Raphi. Allá vimos la final de la Eurocopa. Fue emocionante ver ganar a España, y casi ficticio el modo como lo vimos. En la ciudad habían colocado inmensas pantallas en dos o tres plazas públicas para que la gente pudiera ver los juegos. Nos fuimos a uno de esos lugares y vimos en medio del gentío la primera parte del juego. Al final del primer tiempo cayó un inmenso palo de agua y tuvimos que salir corriendo. Terminamos refugiados en el lobby de un hotel. Un poco en broma un poco en serio algunos plantearon la idea de alquilar la habitación más barata para ver el segundo tiempo del partido en un lugar seco. Total que terminamos viendo ganar a España con siete suizos en una mínima habitación de hotel, todos amuñunados entre la cama y el piso. Fue divertido y algo confuso, porque no entendíamos ni una palabra de lo que decían y ellos sólo entendían que íbamos por España. Al final nos alegramos todos juntos y salimos a ver las celebraciones en la calle. Los suizos iban por España sólo por incordiar a los alemanes, que son algo así como sus enemigos ancestrales.

Fue una visita rápida y nos dio apenas tiempo de ver un poco la ciudad, pero lo más importante es que nos bañamos un par de veces en el río Aare -o Aar en alemán- que ves en la foto (no es mía, la bajé de Wikipedia). Bañarme en el río era algo que quería hacer desde la primera vez que estuve en Berna en el 2004. No lo hice porque no tenía traje de baño, pero esta vez me apertreché a tiempo. Aquella vez, Lyo salió completamente alucinado del río y yo no podía entender muy bien por qué, hasta que lo viví.

El Aare, que cruza Berna, nace en los Alpes y como el agua viene de los glaciares es transparente y limpio, como ningún otro río de ciudad que haya visto. Es azul aguamarina, casi verde, las aguas son heladas, pero en el día se calientan lo suficiente como para que no te mueras de hipotermia si sólo te dejas llevar por la corriente por un rato. Puedes lanzarte al río desde muchos lugares, todos en pleno centro de la ciudad. El procedimiento es así: te desvistes en medio del paseo que rodea el río (todo el mundo hace lo mismo así que no hay problema), dejas tus cosas ahí, en un morral, en una bolsa, o simplemente doblas la ropa y la colocas encima de los zapatos, eliges un sitio para lanzarse al agua y una vez adentro y pasado el primer impacto del frío, te dejas llevar por la corriente, río abajo, hasta que el frío te acalambra todos y cada uno de los músculos y los huesos del cuerpo... entonces buscas dónde salirte. Hay escaleras y agarraderos en distintos lugares y cuando los ves a la distancia te acercas nadando a la orilla, te agarras como puedes de las barandas y después de luchar contra la corriente sales del agua helada con una sensación increíble de euforia y mareo.

Es de verdad una experiencia única. Mientras navegas por la corriente ves la ciudad alrededor de ti, una ciudad antigua, hermosa, colorida, de techos rojos y paredes grises, con muchos árboles. Si te sumerges en el agua helada escuchas el sonido de las piedras que el río va arrastrando. Es un sonido casi animal, como cantos de pájaros lejanos. Cuando logras ajustarte a la temperatura del agua, cosa que te lleva unos tres minutos, te sientes tan bien que quisieras poder quedarte ahí para siempre, en aquella agua transparente, escuchando el sonido de las piedras debajo de ti... Pero el cuerpo te recuerda que el ajuste al frío es sólo temporal y que no puedes nadar mucho rato sin cansarte. A fin de cuentas, aunque el río haga casi todo el trabajo, tienes que mantenerte a flote... así que hay que salir, aunque sea para volver a intentarlo. Pero el espectáculo que se ve afuera es casi tan interesante como el que ves dentro del agua.

En el agua ves pasar a la gente que nada cerca de ti, todos van alegres, se ríen, gritan, se pasan instrucciones. A pesar del potencial peligro que implica lanzarse a un río helado con una corriente considerable, nadie parece asustado ni preocupado. Vimos niños y niñas con salvavidas o sin ellos, señoras con su peinado de peluquería impecable nadando sin inmutarse, viejitos con sombrero y anteojos, jóvenes con zapatos de plástico o con las cholas amarradas a un flotador, familias enteras que preferían ir en botes inflables en vez de echarse al agua, de todo.

Afuera, en el paseo que bordea el río y que llega al centro mismo de la ciudad vieja, se ven filas de gente en trajes de baño. Unas suben a contra corriente, buscando un lugar suficientemente alejado desde donde lanzarse al agua, otros bajan en el sentido en que lo hace el río, tal vez para buscar su ropa o encontrarse con los que se quedaron en otro lado. Hay gente de todas las edades, formas y colores. Ves todos los atuendos que se te pueden ocurrir e incluso chicas topless sin complejos. Aunque puede haber uno que otro turista, la mayoría parecen locales. Si no hubiéramos ido con alguien del lugar creo que nos hubiera costado mucho más atrevernos a hacer lo que todo el mundo estaba haciendo. Pero al final lo hubiéramos hecho, al menos Lyo no hubiera podido aguantar la tentación de lanzarse a probar suerte en el agua.

Nos bañamos dos veces. El primer día eran casi las seis de la tarde y sólo nos lanzamos una vez. El segundo día fuimos nosotros solos, como a las cuatro, y nos lanzamos desde más arriba, dos veces. Al final estábamos eufóricos, pero sabíamos que el cuerpo no nos hubiera perdonado si nos lanzábamos otra vez. Berna es preciosa y tengo varias fotos que lo prueban, pero nada que te pueda contar de la ciudad se compara con haber podido nadar en el Aare.

martes, 1 de julio de 2008

En Besançon



Amiga,

El balance de la aventura parisina fue positivo, a pesar del cansancio y de las balas frías. En Besançon nos proponíamos, básicamente, descansar y tomarnos el impulso turístico con calma. Llegamos a la Gare de Lyon temprano, para que nos diera tiempo de desayunar sin apuro, aunque poco para los estándares de Alonzo: café con croisants, pancitos con mantequilla y mermeladas, yogurt. Esperamos que apareciera en las pantallas el andén de nuestro tren y desciframos el extraño código de colores que ordena los trenes en la Gare de Lyon. Cuando anunciaron nuestro andén estábamos casi enfrente así que no fue complicado. Sin embargo, como suele pasar cuando uno no conoce los códigos, nos subimos en el vagón siguiente y no en el que nos correspondía. Lyo descubrió el error y nos ubicó en los puestos correctos, con mesita para leer, escribir o comer. El viaje desde París en tren dura casi tres horas, pero la verdad es que no se sienten. Alonzo, por supuesto, durmió gran parte del viaje. Se despertó un par de veces a tomar unas fotos y luego se volvió a quedar dormido. Ni la joven que tenía enfrente, adornada con un generoso escote, logró mantenerlo despierto.

Llegamos a Besançon a mediodía. Allí nos estaba esperando el colega de Lyo que lo había invitado a trabajar aquí por tres semanas. El colega de Lyo había localizado dos posibles apartamentos para nosotros y quería que los viéramos para que decidiéramos por nosotros mismos dónde queríamos vivir. La visita implicaba caminar, subir y bajar escaleras (tres pisos cada vez), y otra vez caminar. Todo esto con Alonzo hambriento. No fue fácil, pero te ahorro el cuento largo.

Finalmente elegimos uno de los apartamentos, el que se veía más cómodo y ventilado. Fuimos a comer en medio de largas pausas y dudas, porque mi papá no quería sánduches y era lo único que había a las tres de la tarde. Volvimos al apartamento y desde ese momento Alonzo estableció que los tres pisos que debía subir y bajar para salir de la casa los soportaría sólo una vez al día. Así que se decidió tácitamente una rutina diaria que cumplimos por los días que restaban de la visita. La rutina comenzaba con un buen desayuno, seguido por una lenta y corta caminata en la mañana, acompañada por un breve paso por el abasto, almuerzo en la casa preparado por Alonzo, larga siesta para que terminaba a las seis o siete y juego de la Eurocopa en la noche, mientras cenábamos. Yo me escapaba a caminar por la ciudad en la tarde y me encontraba con Lyo cuando regresaba de la universidad, para conocer cada día algún lugar nuevo de la ciudad.

Supongo que estos son los días que mi papá disfrutó más, los días de las largas siestas y las noches frente al televisor. Porque fueron los que más se parecieron a su vida de todos los días. Y, a cierta edad, cambiar de rutina no es nada fácil.

Besançon es un pueblo de lo más pintoresco. El centro de la ciudad es casi una isla, rodeado por todos lados menos uno por el río Doubs. En la parte donde el río se desvía hay una enorme montaña y sobre ella construyeron hace siglos una inmensa fortaleza a la que llaman La Citadelle. He estado caminando mucho por el centro, que está lleno de tiendas, cafecitos, restaurantes, heladerías, tiendas de libros. He estado viviendo la experiencia de sentirme al mismo tiempo cerca de todo el mundo y alejada por completo porque desconozco el idioma y me resulta imposible responder cuando me preguntan algo o preguntar cualquier cosa que no sea elemental. Pero no he terminado de procesar esta experiencia todavía... así que ya te escribiré más largo sobre Besançon en otra nota.