jueves, 28 de mayo de 2009

Trapos viejos



Amiga,

He pasado una larga parte del día guardando abrigos, chaquetas y suéteres para habilitar la ropa más fresca que mantengo en una gran maleta verde dentro de un closet en mi estudio. Es decir, he pasado el día imáginándome que de verdad va a llegar el verano, que va a hacer menos frío y voy a poder vestirme casi como si estuviera en Caracas o en Mérida.

Ha sido más bien una excusa para viajar al pasado, porque cada pantalón, cada franela, cada pedazo de trapo me ha traído el recuerdo de dónde lo usé la última vez y qué estaba haciendo en ese momento que parece ya tan remoto. Recuerdos de París, del mercado de Mérida y de la Plaza Bolívar, de la casa de Gina en Colinas de Bello Monte, de un almuerzo con cigarros y café, de una clase en la universidad, todo se me vino encima hoy y de pronto sentí una inmensa nostalgia y una tristeza lenta que me ha acompañado todo el día.

No hago sino estar triste, dirás tú. Y tienes razón. Ni la llegada del verano me pone alegre. Porque estos veranos son grises, más mojados que secos, venteados y fríos. Uno se imagina que va a poder salir de manga corta como salen los locales. Pero si se te ocurre semejante atrevimiento lo más seguro es que termines tiritando de frío antes de llegar a la esquina. La verdad es que hace rato que perdí esas ilusiones, pero me empeño en rotar el guardarropa como si todavía lo creyera.

Así que en realidad no sé si ha valido la pena desempolvar las franelitas merideñas que compré contigo en Bima o mi eterno vestido azul con el que he paseado por todos los veranos que han sido desde que lo compré en Londres hace ya casi diez años. No sé si valdrá la pena que me haya tomado el trabajo de doblar uno por uno mis abrigos más gruesos y las cobijas que mantengo a mano por si me muero de frío viendo la tele.

Lo que sí sé es que he pasado el día recordando a un ser que fui y que ya no existe. Una versión de mí más joven, más flaca, con más ánimo y definitivamente muchas más esperanzas de las que tengo ahora. Alguien que parecía tener un propósito, una dirección, una serie de certezas que ya no están.

Es eso lo que nos queda cuando jurungamos trapos viejos.

Te mando un abrazo,
r

lunes, 25 de mayo de 2009

De turistas en Edimburgo


Amiga,
Hace una semana estuvimos paseando al hermano de Lyo y su esposa que vinieron a pasar unos días con nosotros. La visita sirvió para que viéramos la ciudad con otros ojos, cámara en mano, como ávidos turistas. Aquí te dejo algunas de las fotos que tomé para que veas detalles no muy habituales de la ciudad. La foto de arriba es de un café en el que, según la leyenda, J.K. escribió los primeros capítulos de Harry Potter. A través de la ventana se ve el castillo.



En medio de la ciudad, entrando por angostos pasadizos llamados "closes", se pueden encontrar maravillas como este rinconcito escondido.


...y este jardín que sólo se ve si te aventuras más allá de la calle principal.



También puedes encontrar, en el lugar más inesperado, una vaca pintada de colores. Resto de una exposición que hubo hace años y que inundó la ciudad de vacas locas.



... o una bici al borde de los canales.



Edimburgo está toda rodeada de agua aunque a veces no se ve. Por suerte han estado haciendo cada vez más habitable la zona de los antiguos puertos de Leith, que es una de mis favoritas. Aquí se puede comer rico, vivir y mirar para allá, aunque haya en el cielo amenaza de lluvia.



Este puente es una de las imágenes emblemáticas de Escocia. Porque fue construido hace más de cien años y porque todavía funciona, aunque lo vivan reparando. Pero es que hasta con marea baja y parches blancos el puente sobre el estuario del Forth se ve magnífico...

Espero que te haya gustado el desordenado paseo por la ciudad.
Cariños,
r

viernes, 22 de mayo de 2009

Otra vez Morábito


Amiga,
Gracias por escribirme largo. Fue bueno leerte como en los viejos tiempos. No tengo una manera válida de responderte, así que me apropio de un poema de Fabio Morábito para darte ánimos y para acompañarte. Aquí va:

No tener casa

¿Cómo orientar la casa,
cómo orientar lo que no tengo?
Unos la orientan
al amanecer,
otros la orientan al crepúsculo.
Yo que no tengo casa aún
puedo orientarla hacia las cosas
más minúsculas.
Puedo tener la casa
junto al mar
pero de espaldas al mar,
de frente a lo que está hechizado
por el mar,
puedo orientar la casa
por intuiciones súbitas,
a costa de perderla,
de no alcanzarla nunca.
Yo sé que cada muro
es el comienzo
de una nueva casa
aún posible,
de otra manera de vivir.
Quiero una casa que no apague
esos vislumbres,
que no se oriente hacia ningún
país feliz,
que esté empezando siempre,
sin ángulos mortales,
sin muros decisivos
ni esfuerzos muy profundos
(estoy cansado de heroísmos).
Quiero una casa
que se oiga,
que no haga esquina,
que no haga puntas,
que no haga ningún verde
previsible.
Quiero una casa que regrese
a la primera piedra cada día,
que se despoje de sus muros
en la imaginación de los que duermen,
que ayude a conciliar su sueño,
que sea una casa abierta
a toda profecía.


Hasta aquí Morábito. No hay nada mejor que yo pueda decirte o desearte.
Salvo mandarte un fuerte abrazo siempre,
r

martes, 12 de mayo de 2009

Casciari y los celulares

Amiga,

El lunes de limpieza se movió para este martes, porque Lyo cumplió años ayer y estuvimos de juerga y almuerzo en restaurant mexicano (¡sí, hay un mexicano en West Lothian!) y cine y larga y lenta preparación de un arroz con leche que -modestia aparte- me quedó de lo más bueno... en fin que las labores de ayer quedaron para hoy y también quedó para hoy la tarea semanal de escribir unas líneas en este blog tuyo y mío.

Pero en vez de escribir me he sentado a leer después de la limpieza semanal y he estado manguareando en la web durante toda la tarde. Entre otras muchas cosas he estado leyendo el blog de Hernán Casciari, que siempre me parece genial. Te copio de él un texto que es como para sentarse a pensar:

El móvil de Hansel y Gretel

Anoche le contaba a la Nina un cuento infantil muy famoso, el Hansel y Gretel de los hermanos Grimm. En el momento más tenebroso de la aventura los niños descubren que unos pájaros se han comido las estratégicas bolitas de pan, un sistema muy simple que los hermanitos habían ideado para regresar a casa. Hansel y Gretel se descubren solos en el bosque, perdidos, y comienza a anochecer. Mi hija me dice, justo en ese punto de clímax narrativo: “No importa. Que lo llamen al papá por el móvil”.

Yo entonces pensé, por primera vez, que mi hija no tiene una noción de la vida ajena a la telefonía inalámbrica. Y al mismo tiempo descubrí qué espantosa resultaría la literatura —toda ella, en general— si el teléfono móvil hubiera existido siempre, como cree mi hija de cuatro años. Cuántos clásicos habrían perdido su nudo dramático, cuántas tramas hubieran muerto antes de nacer, y sobre todo qué fácil se habrían solucionado los intríngulis más célebres de las grandes historias de ficción.

Piense el lector, ahora mismo, en una historia clásica, en cualquiera que se le ocurra. Desde la Odisea hasta Pinocho, pasando por El viejo y el mar, Macbeth, El hombre de la esquina rosada o La familia de Pascual Duarte. No importa si el argumento es elevado o popular, no importa la época ni la geografía.

Piense el lector, ahora mismo, en una historia clásica que conozca al dedillo, con introducción, con nudo y con desenlace.

¿Ya está?

Muy bien. Ahora ponga un teléfono móvil en el bolsillo del protagonista. No un viejo aparato negro empotrado en una pared, sino un teléfono como los que existen hoy: con cobertura, con conexión a correo electrónico y chat, con saldo para enviar mensajes de texto y con la posibilidad de realizar llamadas internacionales cuatribanda.

¿Qué pasa con la historia elegida? ¿Funciona la trama como una seda, ahora que los personajes pueden llamarse desde cualquier sitio, ahora que tienen la opción de chatear, generar videoconferencias y enviarse mensajes de texto? ¿Verdad que no funciona un carajo?

La Nina, sin darse cuenta, me abrió anoche la puerta a una teoría espeluznante: la telefonía inalámbrica va a hacer añicos las nuevas historias que narremos, las convertirá en anécdotas tecnológicas de calidad menor.

Con un teléfono en las manos, por ejemplo, Penélope ya no espera con incertidumbre a que el guerrero Ulises regrese del combate.

Con un móvil en la canasta, Caperucita alerta a la abuela a tiempo y la llegada del leñador no es necesaria.

Con telefonito, el Coronel sí tiene quién le escriba algún mensaje, aunque fuese spam.

Y Tom Sawyer no se pierde en el Mississippi, gracias al servicio de localización de personas de Telefónica.

Y el chanchito de la casa de madera le avisa a su hermano que el lobo está yendo para allí.

Y Gepetto recibe una alerta de la escuela, avisando que Pinocho no llegó por la mañana.

Un enorme porcentaje de las historias escritas (o cantadas, o representadas) en los veinte siglos que anteceden al actual, han tenido como principal fuente de conflicto la distancia, el desencuentro y la incomunicación. Han podido existir gracias a la ausencia de telefonía móvil.

Ninguna historia de amor, por ejemplo, habría sido trágica o complicada, si los amantes esquivos hubieran tenido un teléfono en el bolsillo de la camisa. La historia romántica por excelencia (Romeo y Julieta, de Shakespeare) basa toda su tensión dramática final en una incomunicación fortuita: la amante finge un suicidio, el enamorado la cree muerta y se mata, y entonces ella, al despertar, se suicida de verdad. (Perdón por el espoiler.)

Si Julieta hubiese tenido teléfono móvil, le habría escrito un mensajito de texto a Romeo en el capítulo seis:
M HGO LA MUERTA,
PERO NO STOY MUERTA.
NO T PRCUPES NI
HGAS IDIOTCES. BSO.

Y todo el grandísimo problemón dramático de los capítulos siguientes se habría evaporado. Las últimas cuarenta páginas de la obra no tendrían gollete, no se hubieran escrito nunca, si en la Verona del siglo catorce hubiera existido la promoción “Banda ancha móvil” de Movistar.

Muchas obras importantes, además, habrían tenido que cambiar su nombre por otros más adecuados. La tecnología, por ejemplo, habría desterrado por completo la soledad en Aracataca y entonces la novela de García Márquez se llamaría ’Cien años sin conexión’: narraría las aventuras de una familia en donde todos tienen el mismo nick (buendia23, a.buendia, aureliano_goodmornig) pero a nadie le funciona el messenger.

La famosa novela de James M. Cain —’El cartero llama dos veces’— escrita en 1934 y llevada más tarde al cine, se llamaría ’El gmail me duplica los correos entrantes’ y versaría sobre un marido cornudo que descubre (leyendo el historial de chat de su esposa) el romance de la joven adúltera con un forastero de malvivir.

Samuel Beckett habría tenido que cambiar el nombre de su famosa tragicomedia en dos actos por un título más acorde a los avances técnicos. Por ejemplo, ’Godot tiene el teléfono apagado o está fuera del área de cobertura’, la historia de dos hombres que esperan, en un páramo, la llegada de un tercero que no aparece nunca o que se quedó sin saldo.

En la obra ’El jotapegé de Dorian Grey’, Oscar Wilde contaría la historia de un joven que se mantiene siempre lozano y sin arrugas, en virtud a un pacto con Adobe Photoshop, mientras que en la carpeta Images de su teléfono una foto de su rostro se pixela sin remedio, paulatinamente, hasta perder definición.

La bruja del clásico ’Blancanieves’ no consultaría todas las noches al espejo sobre “quién es la mujer más bella del mundo”, porque el coste por llamada del oráculo sería de 1,90€ la conexión y 0,60€ el minuto; se contentaría con preguntarlo una o dos veces al mes. Y al final se cansaría.

También nosotros nos cansaríamos, nos aburriríamos, con estas historias de solución automática. Todas las intrigas, los secretos y los destiempos de la literatura (los grandes obstáculos que siempre generaron las grandes tramas) fracasarían en la era de la telefonía móvil y del wifi.

Todo ese maravilloso cine romántico en el que, al final, el muchacho corre como loco por la ciudad, a contra reloj, porque su amada está a punto de tomar un avión, se soluciona hoy con un SMS de cuatro líneas.

Ya no hay ese apuro cursi, ese remordimiento, aquella explicación que nunca llega; no hay que detener a los aviones ni cruzar los mares. No hay que dejar bolitas de pan en el bosque para recordar el camino de regreso a casa.

La telefonía inalámbrica —vino a decirme anoche la Nina, sin querer— nos va a entorpecer las historias que contemos de ahora en adelante. Las hará más tristes, menos sosegadas, mucho más predecibles.

Y me pregunto, ¿no estará acaso ocurriendo lo mismo con la vida real, no estaremos privándonos de aventuras novelescas por culpa de la conexión permanente? ¿Alguno de nosotros, alguna vez, correrá desesperado al aeropuerto para decirle a la mujer que ama que no suba a ese avión, que la vida es aquí y ahora?

No. Le enviaremos un mensaje de texto lastimoso, un mensaje breve desde el sofá. Cuatro líneas con mayúsculas. Quizá le haremos una llamada perdida, y cruzaremos los dedos para que ella, la mujer amada, no tenga su telefonito en modo vibrador. ¿Para qué hacer el esfuerzo de vivir al borde de la aventura, si algo siempre nos va a interrumpir la incertidumbre? Una llamada a tiempo, un mensaje binario, una alarma.

Nuestro cielo ya está infectado de señales y secretos: cuidado que el duque está yendo allí para matarte, ojo que la manzana está envenenada, no vuelvo esta noche a casa porque he bebido, si le das un beso a la muchacha se despierta y te ama. Papá, ven a buscarnos que unos pájaros se han comido las migas de pan.

Nuestras tramas están perdiendo el brillo —las escritas, las vividas, incluso las imaginadas— porque nos hemos convertido en héroes perezosos.


Hasta aquí Hernán Casciari.

Es como para aceptar el reto y comenzar a pensar en historias con celulares y tramas interesantes, ¿no?

Cariños,
r

viernes, 8 de mayo de 2009

Viajando con Virginia Woolf


Amiga,

He estado leyendo los apuntes de viaje que hizo Virginia Woolf a lo largo de su vida, editados por Jan Morris (Travels with Virginia Woolf, London: Pimlico, 1997). El libro contiene fragmentos de diarios, cartas y textos publicados en la prensa. Es todo un descubrimiento ver cómo percibía la Woolf el mundo que estaba más allá de las fronteras de su amada Inglaterra. Me parece interesante, sobre todo, su posición frente a la barrera idiomática y a los usuales malentendidos que generan las diferencias culturales. Para que te hagas una idea, traduje una crónica que fue publicada en el periódico The Guardian, el 19 de Julio de 1905.

Una posada andaluza/por Virginia Woolf

Los dueños de hoteles están aparentemente sujetos por ese amigable y delicado aspecto del sentido moral que suele llamarse lealtad. De ahí que, cuando preguntamos en Granada si encontraríamos un buen alojamiento para pasar la noche en cierto pequeño pueblo andaluz donde teníamos que dormir, nos aseguraron que el hotel del lugar era bueno. No era, por supuesto, un establecimiento de primera clase como el hotel palaciego en el que nos encontrábamos, pero se trataba de todos modos de una buena posada de segunda clase, donde estaríamos cómodos y tendríamos camas limpias. Así que a las nueve y media, cuando después de un largo día de lento deambular por el campo el tren finalmente se detuvo y anunció su intención de no ir más allá, las palabras del dueño del hotel en Granada sonaron amablemente en nuestros oídos. Nos contentaríamos con poco, pensamos, y durante los últimos momentos de nuestro viaje, mientras la hora habitual de cenar pasaba sin ser honrada y la mecha que nadaba en la lámpara de aceite cometía suicidio –su vida no había sido feliz- nos sostuvimos en la idea de esta recomendación y la buena posada de segunda clase se convirtió en el epítome de todo lo que se podía desear en la vida. Nos encontraríamos con una bienvenida sencilla y sincera; nos imaginábamos al dueño de la posada y a su mujer saliendo a recibirnos, ansiosos de sacarnos de encima nuestras maletas y abrigos –ocupándose de inmediato de arreglar nuestros cuartos y de matar el ave de corral que iba a servir para hacer nuestra cena. Nos pedirían una suma ridícula por la noche de descanso entre sábanas limpias y perfumadas y por la cena sencilla pero deliciosa y el excelente desayuno antes de nuestra temprana salida. Nos sentiríamos como si la plata fuese la moneda más vulgar con la que pudiéramos pagar tanta hospitalidad y pensaríamos que esa noble virtud –muerta hace mucho tiempo entre los dueños de posadas de nuestro país- todavía florecía en España.

Entre pensamientos como estos pasamos el tiempo hasta que el tren llegó a la última estación en la que seríamos recompensados por todas las fatigas del abrupto viaje. Fue algo desconcertante descubrir que los cargadores estaban evidentemente sorprendidos, por decir lo menos, de que dos viajeros con pesado equipaje fuesen depositados en la plataforma de la estación a esas horas de la noche. La inevitable multitud vino corriendo a mirarnos y se asombraron cuando nos escucharon pronunciar el cuidadoso arreglo de palabras en español que pretendía significar nuestro deseo de encontrar posada. Las frases de los libros de conversación en otros idiomas son como los animales extintos que se exhiben en los museos: sólo los iniciados pueden reconocer que están relacionadas con animales vivos. Resultó obvio de inmediato que nuestro especimen estaba sin esperanza extinto; y, luego, una duda terrible nos hizo pensar que lo que era ininteligible no eran sólo las palabras sino la esencia misma de lo que estábamos pidiendo. Al final, después de que tanto el español, como el francés y el inglés chocaron entre sí sin demasiado provecho, pareció descender sobre los nativos la idea de que no hablábamos su idioma y los poderes de la gesticulación fueron ejercidos sobre nosotros. Finalmente apareció un oficial que nos informó que podía hablar francés. Nuestra demanda por un hotel fue alegremente traducida a ese idioma. “El tren no va más lejos esta noche”, respondió el intérprete. “Ya sabemos, es por eso que queremos pasar la noche aquí”, dijimos nosotros. “Mañana en la mañana a las cinco y media”, nos respondió. “Pero esta noche, un hotel”, insistimos. El caballero que hablaba francés sacó un lapiz con aire de resignación y escribió en signos grandes y muy negros, 5 y 30. Nosotros nos encogimos de hombros y gritamos, “hotel”, primero en francés y luego en tres distintos tipos de español. La multitud, a estas alturas, ya nos había rodeado por completo y cada uno estaba traduciendo lo que decíamos a quien tenía al lado. Entonces nos acordamos de nuestro diccionario de español, que se había negado tercamente a ser abandonado en el camino, y allí encontramos el equivalente en español a la palabra “hotel” y la señalamos de manera enfática a nuestro auditorio. Tantas cabezas como podían juntarse miraron el punto que indicábamos sin entender y en ese momento el intérprete fue iluminado por una idea brillante. Se olvidó de nuestra palabra y comenzó a buscar de manera frenética una palabra entre las eses y las zetas. Lo ayudamos a buscar en el departamento de español de nuestro diccionario, pero al final resultó una búsqueda larga e infructuosa.

Mientras tanto nosotros repetíamos nuestra palabra solitaria esperando que por casualidad de algún modo cayera en suelo fértil. A cada una de nuestras palabras respondía un murmullo de buen español de parte de la multitud; finalmente, cuando estábamos tratando de definir un hotel a partir de un paraguas, un pequeño viejo se obligó a sí mismo a presentarse ante nosotros. A las inevitables preguntas el viejo respondía poniéndose la mano en el pecho y haciendo una profunda reverencia. Le preguntamos tres veces seguidas y las tres veces respondió de la misma manera, como si en su sola persona estuvieran condensadas todas las cualidades que necesitábamos. La opinión pública parecía de acuerdo de manera unánime en que debíamos aceptarlo como el representante de lo que queríamos -cena y cama- y nuestros últimos intentos de insistir en el equivalente en español a la palabra inglesa “inn” fueron todos respondidos con señales que apuntaban al viejo. Para terminar de resolver el asunto nos agarró de un brazo y nos condujo fuera de la estación hasta el borde de un desierto arenoso cubierto de retazos de monte e iluminado por una inmensa luna. De un lado había una empinada colina, coronada por un castillo morisco; y un poco más allá vimos una cabaña solitaria. La elección parecía ser entre los dos, y ninguno parecía exactamente lo que esperábamos. Miramos al viejo y nos dimos cuenta no sin cierto alivio que era al mismo tiempo viejo y pequeño. Al menos una de nuestras dudas fue aclarada muy pronto, porque resultaba evidente que la blanca cabaña iba a ser nuestro refugio y que el dueño del hotel en Granada, que nos había recomendado el lugar, tenía la imaginación de un artista. Se nos condujo a una habitación iluminada por una lámpara de aceite donde un grupo de hombres y mujeres estaban sentados alrededor del fuego bebiendo y conversando. Hubo una pausa en la que algunos ojos nos inspeccionaron con atención, y luego se nos condujo a una antesala que era la razón por la que la palabra ‘hotel’ había sido aplicada a la cabaña. Había una cama y un tabique de lona servía de puerta, había agua para lavarse si acordábamos mantener esa respetable farsa, y una vela por si necesitábamos luz. Estaba claro que si queríamos comida debíamos ir a buscarla a la estación; y no teníamos la menor intención de salir de nuevo a la brisa fresca que estaba haciendo afuera. Cuando a las once de la noche ya estábamos cansados del desierto español y el castillo morisco y de la conversación con el caballero que podía hablar francés, pero que no consideraba esencial entender ese idioma, regresamos a la posada a dar inicio a lo que prometía convertirse en una extenuante vigilia. La gente estuvo sentada conversando hasta tarde en alta voz. Trozos de un español vehemente atravesaban el tabique de lona y de algún modo parecían referirse a nosotros. El español es una lengua fiera y sanguinaria si se oye bajo estas condiciones. La figura de nuestro pequeño amigo con sus eternas reverencias y su dedo apuntando al pecho se fue volviendo cada vez más siniestra pasada la media noche; recordamos su opresivo silencio, su persistente determinación de separarnos de nuestro equipaje. Los campesinos de conciencia honesta, pensamos, se habrían ido a dormir mucho antes de estas altas horas. La única precaución que nos pareció posible fue recostar la solitaria silla contra la puerta. Eso debe haber tenido un extraño y tranquilizador efecto en nuestro ánimo, porque una vez fortificados contra el asalto asesino que nos amenazaba, nos quedamos dormidos sin cambiarnos de ropa y soñamos que habíamos encontrado la palabra en español equivalente a “inn”.

El sonido que finalmente nos despertó a las cuatro y media de la mañana fue ciertamente un asalto a la puerta; pero cuando miramos con precaución hacia afuera el único ser hostil que encontramos fue la campesina que traía en las manos una jarra de leche de cabra.


Hasta aquí la crónica de Virginia Woolf. A mí me pareció de lo más divertida y me entretuve un buen rato con la traducción. Espero que a ti también te parezca interesante.

Un abrazo,
r

jueves, 7 de mayo de 2009

Cena con sobremesa


Amiga,

Hace unos días fuimos a cenar con un colega de Lyo y su hija. Él se llama Peter y es un venerable matemático apenas un poco más joven que mi papá –es decir, no ha cumplido todavía los ochenta años. Ella se llama Jill –o algo así- y es una profesora e investigadora de algún área de la biología que no recuerdo con precisión y está a punto de mudarse a Australia, después de vivir en Edimburgo durante los últimos once años.

Jill es tal vez de mi edad, pero tiene el pelo muy corto y completamente blanco. Un asunto de herencia, según entiendo, porque su padre tenía la cabeza toda llena de canas a los 35 años. Los dos parecen hermanos, Jill es la versión femenina y ligeramente más joven de Peter. Los dos hablan en el curioso tono de los académicos, al mismo tiempo neutro y afectado. Siempre tienen algo inteligente que decir sobre cualquier tópico y en todo momento parecen ejercer la facultad de hacerte sentir inadecuada y torpe.

No puedo evitar quedarme días con las imágenes y las cosas que se dijeron en una reunión entre académicos. Sobre todo cuando, como en este caso, yo no estaba haciendo el papel de profesora universitaria y mis contertulios me observaban como se mira a un bicho extraño en peligro de extinción. Más bien, debo decir, a un bicho sin esperanzas. Un ser incapaz de hacer nada productivo y –para colmo- aparentemente feliz con la idea de dedicarse sólo a escribir, sin ningún propósito ulterior.

Como yo era la novedad en la mesa, porque ambos conocían bien a Lyo y se habían encontrado con él varias veces a cenar, las preguntas recayeron sobre mí durante una parte importante de la velada. O así me pareció por un larguísimo rato. Como es obvio, las preguntas estaban dedicadas a comprender qué hacía yo en la vida, como suele suceder en estos tiempos en que no se puede, impunemente, decir que uno no se dedica a nada en realidad, más que a vivir, leyendo mientras tanto un par de cosas interesantes y tratando de escribir.

Sin duda fue mi culpa el evidente tono de conmiseración de una gran parte de la conversa. Porque en algún momento de silencio incómodo anuncié que esa mañana había terminado de escribir un cuento y que estaba de lo más complacida con el resultado final. Un rato después Jill me preguntaba, en su mejor tono de consumada eficiencia, qué iba a hacer con lo que estaba escribiendo en general, y con ese cuento que acababa de escribir, en particular. Pues lo primero que voy a hacer es subirlo a mi blog, dije, en mi pobre inglés, que muestra muy poco de mi cuidada formación humanística.

Y entonces expliqué que escribo blogs y que tengo cuatro en el aire –tenía, porque acabo de desincorporar dos, por si no lo has notado. Les conté cómo y por qué mi blog de cuentos se llama “Cuentos de la Caldera Este” ...y luego me lancé a pontificar sobre el futuro de la escritura, que yo imagino como un lugar en el que los libros ya no existen y la gente escribe y publica sólo en la web y por puro amor al arte. De pronto sentí que había ido demasiado lejos y me quedé callada, esperando en el fondo que alguien estuviera de acuerdo conmigo y me felicitara por ser una pionera en el mundo futuro de la escritura intangible.

Pero estas conversaciones nunca toman el rumbo que uno espera. Así que Jill se embarcó en una disertación muy articulada sobre cómo es necesario que los autores escriban para la industria editorial, que es la que paga por libros de buena calidad y es la que mantiene el estandar para que el nivel no decaiga y no termine por considerarse válida cualquier cosa que cualquier bicho de uña decida escribir. Me pareció un argumento de lo más anticuado y empresarial, pero mi pobre inglés no me permitió organizar, en el momento, las miles de objeciones que se me ocurrieron todas juntas y que hubiera podido hacer si se estuviera hablando en español.

Así que sólo pude apelar, más adelante en la conversación, al caso de Dan Brown, que por alguna razón entró en la conversación, cubierto con el típico tono condescendiente con el que suelen referirse los intelectuales a los autores de best-sellers. Si la industria editorial es la que dicta lo que es y lo que no es buena literatura, dije lo mejor que pude pero seguramente con palabras más torpes, el caso de Dan Brown sería a fin de cuentas la norma de lo que todos deberíamos estar leyendo y escribiendo. El autor que gana más dinero sería el modelo a seguir.

Se me concedió el punto. Pero era obvio que mis niveles de argumentación no alcanzaban para alargar el tema más allá. Conversamos sobre muchas otras cosas, entre ellas los recuerdos de Peter de un mundo que parece prehistórico y su clara memoria del día en que un personaje motorizado de su pueblo natal le mostró una cosa llamada plástico que fabricaban en una industria cercana y que nadie sabía muy bien para qué serviría en el futuro. Pero yo me quedé en cierto sentido colgada en mi tema.

De todos modos, fue una noche agradable y debo admitir que valió la pena conocer a Jill y volver a ver a Peter. Al despedirnos Jill me deseó suerte con mis pequeñas historias. No pude evitar sentir el dejo de lástima y burla que había en su cuidado tono académico. Yo también lo he usado una y otra vez para lamentarme de mi propia suerte. Y lo usé muchas veces con mis estudiantes a los que les recomendé siempre, con total honestidad, que si se iban a dedicar a escribir ficción o poesía o teatro o cualquier otra cosa, no se metieran en la academia.

Tanto antes como ahora sigo creyendo que la academia está demasiado llena de certezas para permitirle un respiro a quienes quieren crear objetos nuevos, sean cuales sean. A veces es útil tener certezas. Otras veces lanzarse al vacío es lo único que garantiza que no nos quedemos siempre presos en el mismo punto. Pero cuando estás en el borde mismo entre una clara certeza y la total incertidumbre cualquier conversación inocente sobre la validez del oficio que pretendes ejercer puede lanzarte directo al pánico.

En esas andamos.

Cariños,
r

miércoles, 6 de mayo de 2009

El ruido del día


Amiga,

Están haciendo trabajos de reparación en la calle, justo frente a la casa. El ruido es constante desde la mañana hasta cerca de las cinco de la tarde. Hace un minuto pararon las máquinas, supongo que para tomarse un descanso, y la casa quedó suspendida en un silencio que asusta.

No es un buen día. Ha estado lloviendo desde el lunes y parece que va a llover la semana entera. El cielo está gris cerrado y es como si hubiéramos regresado a los días tristes de enero. Nada de qué alegrarse. Ninguna razón para el optimismo.

Mi gato se asoma a la puerta para ver si sigo viva. Hace rato que estoy sentada aquí en mi mesa de trabajo, frente a la ventana, escuchando los ruidos de la calle y tratando de entender qué hago aquí.

No me consideraron elegible en ninguno de los dos trabajos a los que apliqué el mes pasado. Empiezo a sentir que no hay lugar para mí de este lado del mundo.

Esta mañana escuché un poema en la radio sobre un torturador que le cortaba las orejas a sus víctimas y las guardaba como un trofeo.

Las máquinas vuelven a sonar allá abajo en la calle. No puedo pensar con tanto ruido.

Te mando un abrazo tristísimo,
r