miércoles, 29 de septiembre de 2010

Recordar las casas 4

Amiga,

Sigo con mi cuento de las casas. Antes de contarte de la primera casa en la que vivimos en Barquisimeto, tal vez debería escribir una entrada sobre las muchas casas que en Guanare eran como nuestras, por el tiempo que pasábamos ahí y porque me acuerdo de sus detalles como si hubiera vivido en ellas. Las casas de mi madrina Alcira, de José Gómez, de doña Reina Martínez, de la señora Beatriz y el señor Marcos Rodríguez, la de mi tía Nereida… y hasta la residencia del gobernador, donde entrábamos como Pedro por su casa. Pero creo que ese cuento es muy largo y lo voy a dejar para más adelante.

La primera casa en la que vivimos en Barquisimeto quedaba en la urbanización Los Leones. Creo que nos mudamos a esa zona de la ciudad porque ahí vivía una de las hijas de mi madrina Alcira con su esposo y ellos ayudaron a mis padres a encontrar esa casa. Yo no recuerdo haber ido a Barquisimeto nunca antes y cuando llegué, con el escaso equipaje de mi año en el internado en Boconó, me sentí rarísima en aquella casa asoleada y amplia. Tal vez en ese momento dejé de pertenecer a mi familia.

Sin embargo, creo recordar la casa bastante bien. Era de dos pisos. Tenía un pequeño jardín adelante con grama y sin cercas de ningún tipo. En ese tiempo la gente no se encerraba tanto como ahora. La puerta de entrada tenía al lado una jardinera llena de matas. Al entrar, directamente frente a la puerta, estaba un pequeño despacho donde mi papá instaló su escritorio, sus trofeos y sus libros. Al lado había un pequeño bañito para las visitas. A la derecha estaba la sala amplia, con ventanales del piso al techo que daban al patio de atrás. Para esa sala se compraron los dos sofás marrones, modernos y mullidos que sobrevivieron durante años a todas nuestras mudanzas.

Del otro lado estaba el comedor, en un espacio idéntico al de la sala. También tenía unas ventanas del piso al techo y una puerta de vidrio que daba al patio. Los muebles del comedor también eran nuevos, livianos y prácticos. Creo que por primera vez tuvimos una mesa de comedor de vidrio, que parecía como sostenida en el aire por una pata de metal apenas visible. El comedor tenía seis sillas de metal cromado con asientos de esterilla. A mí me parecía todo muy moderno.

La cocina estaba justo detrás del estudio. No recuerdo los detalles de los muebles de la cocina, pero recuerdo que era empotrada y tal vez marrón o beige. Aunque no era totalmente nueva, como la que teníamos en la casa del cerro, creo que tenía el mismo estilo del resto de la casa. Más allá de la cocina había un cuarto de servicio y un pasillito que daba tanto al patio de atrás como al de adelante. Había una especie de entrada de servicio cerrada con una reja que recuerdo azul. Ahí estaban los potes de basura y se guardaban cosas de limpieza y herramientas.

El comedor y la sala estaban divididos por una escalera de base de hierro y escalones de madera. A mí me parecía una escalera muy elegante. Y me acuerdo que al llegar a la casa fue una de las cosas que más me impresionó, además de los muebles nuevos. Durante el tiempo que vivimos ahí recuerdo haberme sentado en esos escalones más de una vez. A veces para escaparme del ruido que hacían las visitas, a veces para escuchar discretamente lo que se hablaba abajo sin ser vista. Era el lugar perfecto para espiar.

Arriba había una sala de estar que daba a un balcón. No sé por qué la puerta del balcón se abría poco. Supongo que porque el calor de Barquisimeto no permite que uno ande afuera mucho tiempo. O tal vez porque había que estar pendiente de no dejar la puerta abierta. No sé. El caso es que no recuerdo que usáramos mucho ese balcón. Pero me acuerdo de sus baldosas pálidas y del residuo blanco que le quedaba a uno en las manos, los brazos o la ropa si uno se recostaba del pretil para mirar hacia afuera.

En la salita de estar se amontonaban las sillas reclinables que habían estado en la terraza de la casa del cerro. Las sillas eran demasiado grandes para el espacio de esa pequeña sala, pero ahí estaban, frente a un televisor que, por primera vez, recuerdo que se convirtió en el centro de convivencia de la familia. Cuando vivíamos en Guanare teníamos un televisor en blanco y negro, pero sólo se veían el canal ocho y —creo— el cinco. Aparte de las comiquitas que pasaban en la tarde nada nos parecía interesante. Aunque si podíamos ver la lucha libre, tarde en la noche, era como un día de fiesta. Pero eso solamente pasaba cuando mis padres estaban afuera y las muchachas que nos cuidaban aceptaban romper las reglas sólo por esa vez.

En esta casa de Barquisimeto se veían más canales y adoptamos la costumbre de ver series de televisión y telenovelas. No me acuerdo cuáles, pero me acuerdo de haber pasado horas en ese lugar, viendo distintas series americanas. Tal vez en esa época veíamos Hawaii 5-0, Columbo, Koyak y alguna otra película de guerra o del lejano oeste, que eran las preferidas de mi papá. Supongo que veíamos también Sábado Sensacional, con Amador Bendayán, y los infaltables concursos de Miss Venezuela.

Alrededor de la salita de arriba se distribuían los cuartos, dos a cada lado. Creo que había un baño a la izquierda y que dentro del cuarto principal había un tercer baño. Pero no estoy segura de eso. Lo que sí recuerdo es que mantuvimos la distribución de los cuartos y seguimos durmiendo como antes, mi hermana mayor con mi hermana menor y las dos del medio juntas. El cuarto que sobraba era usado como cuarto de huéspedes y por un tiempo durmieron ahí mis primos Pedro e Indalecia, porque Pedro estaba haciendo una pasantía, o algo así, en Barquisimeto y se acababa de casar con su mujer. Hasta que por una razón que no recuerdo se pelearon con mi papá o con mi mamá y se fueron furiosos.

En el patio de atrás tuvimos un perro, Happy, que nos trajimos cachorrito de Guanare. Nos lo había regalado la señora Gladis de Parra y era hijo de un casar de mucuchíes que ella había tenido por años. Mi mamá, por supuesto, no quería más perros. Pero todo el mundo en la casa quería uno y había un patio tan grande que al final terminamos convenciéndola de que el perro no molestaría para nada. Yo me sentía responsable del perro y lo cuidaba lo mejor que podía cuidar a un animal una niña de doce o trece años. Era mi consentido y me acuerdo que me sentía el centro de la atención cuando salía a pasearlo, porque era inmenso, parecía un oso polar, y yo era todavía una flacuchenta desgarbada.

Aquel inmenso animal parecía que podía salir corriendo en cualquier momento, levantándome del suelo como una barajita, si quisiera. Pero me hacía caso y conmigo se portaba bien. Con el resto de la gente era una fiera. Más de una vez se escapó del patio y le dió sustos mortales a los carteros, heladeros y demás vendedores ambulantes. Cuando había visitas, teníamos que encerrarlo o amarrarlo porque ladraba sin parar durante horas. Por suerte, el patio de atrás estaba dividido en dos partes, una que estaba cubierta de ladrillos y quedaba a nivel de la planta baja de la casa, y otra que quedaba un metro más abajo, cubierta de grama y rodeada de una cerca con enredaderas muy tupidas. En ese patio de abajo Happy pasaba el día. Yo lo acompañaba todo lo que podía, pero la verdad es que a veces el pobre perro se quedaba solito por días y se distraía ladrándole a todo el que pasaba por detrás de la casa.

Tuvimos también un pato que se llamaba Charlie. No me acordaba del pato, pero mi hermana Renée me lo recordó en estos días, cuando supo que estaba escribiendo sobre la casa de Los Leones. El pato fue un regalo para ella y desde el principio se pensó que era macho. Pero en algún momento puso un huevo y se supo que el tal pato era en realidad una pata. Me acuerdo del patico caminando detrás de nosotras, en fila india, como hubiera hecho en su estado natural. Me acuerdo que olía a pan con leche y que se dejaba hacer cariño largo rato.

Aparte de las mascotas, una de las cosas que más recuerdo de esa casa es la libertad con la que seguíamos entrando y saliendo, como en Guanare. A Ruth y a mí nos habían regalado en diciembre unas bicicletas, de esas con manubrio alto, asiento alargado y frenos en los pedales, y nos dedicábamos a pasear por la urbanización Los Leones durante todo el tiempo que nos quedaba libre. De una de esas bicicletas se cayó Renée, mientras trataba de aprender a andar sin rueditas, y se fracturó un brazo. Yo siempre me sentí culpable de ese accidente, porque se suponía que yo debía sostenerla por detrás. Pero, por suerte, ella no se acuerda ya de mi responsabilidad en el asunto.

Cerca de la casa había unas canchas de tenis y ahí nos íbamos en bici a ver jugar a los muchachos. Supongo que fue ahí que mi hermana Rebeca conoció a Luis y fue alrededor de esas canchas que se enamoraron y comenzaron una relación que mis padres aceptaron sólo a regañadientes muchos años después. Era la primera vez —y tal vez la única— que mi hermana mayor hacía algo que no estaba de acuerdo con lo que mis padres querían.

Rebeca era una niña ejemplar. La mejor estudiante, la que jamás se portaba mal. No lloraba, no se quejaba, no se enfermaba nunca. Apenas le dió hepatitis una vez y, en lugar de sentirse mal por estar enferma, creo que mi hermana se sentía mal por poner a todo el mundo a correr con su enfermedad. Ella era el ejemplo a seguir. Y cuando las boletas con nuestras notas llegaban a la casa, todo eran elogios para mi hermana mayor y para el resto, quejas y reclamos del tipo, “¿por qué no puedes estudiar y sacar buenas notas como tu hermana?”.

Tal vez por eso los amores con un joven que, a los ojos de mis padres, sólo jugaba tenis y andaba de vago por la vida, era lo más imperdonable que mi hermana podía hacer con su existencia. Pero su única rebeldía en la vida sería la definitiva. Por eso la casa de Los Leones es el lugar en el que para mí comenzó la adolescencia. Porque ahí mi hermana mayor, dechado de virtudes, comenzó a tomar las riendas de su vida, es decir, a desobedecer a sus mayores. Y creo que nosotras seguimos después, portándonos cada una peor que la anterior. Hasta el punto de que mi hermana menor ya no tuvo que portarse mal, porque no había ya ninguna barrera que romper cuando le llegó su turno.

En esa casa, después de mucha resistencia y conciliábulos y altas y bajas, mis padres aceptaron que Rebeca recibiera a su novio. Porque a pesar de que sabía que estaba haciendo algo que sus papás no querían que hiciera, ella quería hacerlo, de todos modos, siguiendo las reglas. Esas visitas yo las recuerdo todavía como una de las cosas que más vergüenza ajena me han producido en la vida.

La visita debía durar un tiempo exacto, medido por reloj. Los novios debían sentarse en la sala y alguien debía estar, si no presente ahí en la sala con ellos, al menos en el comedor o en la cocina y asomar cada tanto la cabeza con el pretexto de ofrecer café o agua o jugo o algún postre. No eran ofrecimientos amables. Era más bien una manera de anunciar la permanente vigilancia y no me extrañaría que más de una vez, aunque el invitado hubiera dicho que sí, que quería un cafecito, la bebida no llegara nunca. Cuando el tiempo de la visita se cumplía mi mamá hacía un ruido ostentoso desde la cocina o el comedor y los novios sabían que tenían que empezar a despedirse. Si la despedida duraba mucho mi mamá salía furiosa señalando el reloj y apurándolos sin misericordia.

¡Cuánto esfuerzo se invirtió en esos años en frustrar algo que resultaría a fin de cuentas inevitable! Mi hermana terminó casándose con su único novio de la adolescencia y yo aprendí una lección definitiva. Jamás le diría a mis padres que tenía novio y nunca aceptaría que reglamentaran mis visitas, mis relaciones con otra gente, mis elecciones de vida. Yo tenía trece años y ya había decidido que dejaría de vivir con mis padres en la primera oportunidad que tuviera. Tres casas después lo cumpliría.

De resto, no recuerdo mucho más de esa casa. Para mí ese año en Barquisimeto resultó de una nulidad absoluta. En mi vida no parecía suceder nada, porque yo ya no me sentía una niña pero estaba lejos de ser una adulta, así que estaba en un limbo horroroso. Todo le pasaba a los demás, no a mí. Tal vez por eso no me acuerdo demasiado de la tristeza de irnos, aunque mi mamá hubiera decidido regalar nuestras mascotas a los vecinos de al lado. La tristeza por haber perdido a mi perro parecía compensarse con la promesa de la capital, donde la vida —finalmente— comenzaría.

En Caracas viví con mis padres en una casa en la California Norte y en un apartamento en Terrazas del Club Hípico. Después ellos se mudaron de nuevo a Barquisimeto y yo me quedé en Caracas, estudiando en la universidad. Estamos ya cerca del tiempo en que nosotras nos conocimos. Pero faltan dos casas, por las que te voy a pasear otro día.

Un abrazo,

r

lunes, 27 de septiembre de 2010

¡Somos mayoría!




Amiga,

Desde ayer he estado pegada a la computadora, escuchando la radio y leyendo la prensa de la tierruca para conocer el resultado de las elecciones parlamentarias. Cuando te escribo esto, a las seis y media de la tarde —hora de aquí— todavía faltan cifras. Pero hay algo que ya está clarísimo: oficialmente, la oposición a Chávez, si se cuentan los votos uno por uno, es mayoría.

Una mayoría escatimada y disimulada, que ningún funcionario del gobierno que quiera seguir estando en las buenas con el jefe puede aceptar. Pero mayoría al fin. Y eso es lo que cuenta. Que uno a uno los venezolanos le están diciendo a Chávez que el tiempo de cambiar se acerca y quien va a tener que salir en volandas ahora es él.

El sábado pasado mi hermana Rebeca, si estuviera viva, hubiera cumplido cincuenta años. He estado dándole vueltas a algo que pudiera decirte que no haya dicho ya en este blog. Y hoy lo encontré. Si mi hermana estuviera viva estaría en este momento, con su dedo manchado de tinta, encantada de los resultados de estas elecciones. Yo la hubiera llamado para preguntarle qué le parece todo y ella me hubiera echado los cuentos de cómo votó, de qué pasó en Barquisimeto, de las cuentas que no dan porque el gobierno cambió las leyes electorales para que los porcentajes jugaran a su favor.

Creo que esa es la mejor manera de recordar hoy a mi hermana. Imaginármela feliz!

Ya vendrán días en los que nos quejaremos de los políticos. Pero hoy se me antoja más bien celebrar.

Te mando un abrazo entusiasmado,
r

jueves, 23 de septiembre de 2010

Equinoccio de otoño



Amiga,

Lyo me recordó esta mañana que hoy es el equinoccio de otoño. A partir de ahora los días van a ser más cortos y las noches más largas. En los campos alrededor del pueblito en el que vivimos ya se recogieron las cosechas y se están preparando los campos para la siembra que debe retoñar la próxima primavera. El polo norte se prepara, pues, para los duros meses de invierno.

Los días amanecen grises y no provoca salir de la cama, ni asomar la nariz más allá de la puerta, aunque el termómetro todavía oscila entre los quince y los veinte grados. Tal vez por eso el otoño es el tiempo de las indecisiones y de las dudas. Un tiempo en el que los errores de cálculo se perdonan.

Nunca sabes si vale la pena aventurarte al mundo exterior y si lo haces no sabes jamás qué ponerte. No es necesario prender la calefacción todavía, pero hay tardes en las que no entiendes por qué estás muerta de frío y cuando te levantas a prepartarte un tecito para calentarte los huesos te das cuenta de que las ventanas han estado abiertas todo el día, como si siguiera siendo verano.

Abres el closet y decides que ya es hora de guardar las franelas blancas que usaste en el verano, los vestiditos sin mangas, los pantalones a media pierna, los suéteres delgaditos que no abrigan. Sacas las ropas gruesas de la maleta donde guardas lo que no usas todo el año. Lavas las bufandas y emprendes la cacería de los pares de guantes que están guardados en los sitios más inesperados de la casa.

Es el otoño, pues. El entretiempo en el que se te permite descuidarte por unas semanas, para que no te agarre del todo desprevenida la llegada inclemente del invierno. Pero sabes que ya no te queda mucho tiempo más para airear los abrigos y habilitar el edredón más grueso.

Allá en la tierruca, sin embargo, la única diferencia debe ser que ahora el sol cae realmente a plomo. Vertical sobre todas las cabezas. Y es posible decir que es mediodía -cuando es mediodía- con sólo ver la sombra neta que proyectan las cosas sobre el suelo.

Pero imaginar ese sol no compensa cuando te escribo frente a una ventana que recorta un cielo gris donde no cabe otra nube.

Y aún así te escribo sin ton ni son para contarte del inicio del otoño. Y para mandarte otra vez un abrazo... equinoccial!

r

miércoles, 22 de septiembre de 2010

Mapa de nunca




Amiga,

Esta mañana amanecí con ganas de saber de la tierruca y escuché la radio. Escuché las noticias, las entrevistas, los preparativos para las elecciones del domingo. Y volví a sentir la tierruca como un territorio ajeno, un “mapa de nunca” como diría Cortázar, hecho de papel y de voces que vienen de lejos, pero todavía convocando una nostalgia. Como una foto vieja.

La semana pasada recibí un libro de Cortázar que estaba esperando desde hacía días. Son los Papeles inesperados que publicó Alfaguara en el 2009, con algunos de sus muchos textos póstumos. Hace tiempo que no leía a Cortázar y leerlo de nuevo me recordó a ese ser que fui cuando lo leía: un bicho pedante y ambicioso, exigente y autista, distraído de todo lo que no me afectaba a mí en particular. Como todos los jóvenes, supongo.

Esos dos sentimientos se me juntaron hoy y me obligué a sentarme a escribirte esta nota, a pesar de la lluvia y de la falta de sol, a cuatro manos con Cortázar, de quien te copio un poema que habla de la lejanía en la que el exilio nos instala:

La patria / Julio Cortázar

Patria de lejos, mapa,
mapa de nunca.
Porque el ayer es nunca
y el mañana mañana.

Guardo un olor de trébol,
una calle con árboles,
un recuento de manos,
una luz sobre el río.

Patria, cartas que llegan
y otras que vuelven,
pájaros de papel
sobre el mapa volando.

Porque el ayer es nunca
y el mañana mañana.

Hasta aquí el poema de Cortázar. Es uno de esos textos que te hace pensar en el exilio como un limbo en el que los recuerdos se sostienen sobre una memoria cada vez más frágil y el futuro se desdibuja hasta desaparecer.

Tal vez es el otoño que llega.

Te dejo aquí un abrazo,
r

martes, 14 de septiembre de 2010

Con todos los recuerdos


Amiga,

El tema de las casas parece perseguirme en estos días. No sólo porque la gente que ha leído mis memorias de la casa de la abuela me escribe contándome de sus propias memorias, sino porque me encuentro aquí y allá textos sobre casas que se me vienen encima como recordándome que he tocado un nervio clave en la memoria de todos.

Uno de esos textos sobre casas es este poema de Carlos Drummond de Andrade, que leí en Letralia, en traducción de Wilfredo Carrizales. Me pareció tan a propósito que no puedo evitar copiarlo aquí.

Liquidación
por Carlos Drummond de Andrade

La casa fue vendida con todos los recuerdos
todos los muebles todas las pesadillas
todos los pecados que se cometieron en vida
o por cometer.
La casa fue vendida con sus golpes en la puerta
con su viento acanalado su vista del mundo
sus imponderables
por veinte, veinte contos.


Hasta aquí el texto de Drummond de Andrade. Es uno de esos poemas que me hubiera gustado escribir alguna vez. A falta de poesía ya te iré contando sobre las otras casas en las que viví. Porque las casas que habitamos y dejamos son lugares donde se queda instalado el recuerdo. Y tal vez por eso son espacios que producen —como por encanto— escritura, literatura, poesía.

Y en estos días en que me preparo para la llegada del invierno, con nostalgia anticipada, no encuentro mejor albergue que la memoria de una vieja casa.

Te mando un abrazo grande,
r

lunes, 6 de septiembre de 2010

Recordar las casas 3



Amiga,

Aunque esta serie de recuerdos se supone que se refiere a las casas en las que he vivido, voy a hacer un par de paréntesis para incluir casas en las que, aunque no viví literalmente, pasé tanto tiempo que se volvieron mis casas adoptivas en algún momento. Una de esas casas era la casa de la abuela Julia. Las casas, mejor dicho. Porque estaba la casa vieja, que ya no existe, y la casa nueva que todavía está en el mismo lugar y donde vive ahora uno de mis primos.

La casa vieja de la abuela es para mí un lugar fantástico. En la foto que ves arriba está el portón enorme por el que se entraba en aquella casa colonial, de zaguán y patio interno. Cuando miro esa foto se me vienen a la mente los olores y los sonidos de una casa que en realidad apenas recuerdo. En la foto está mi abuela y mi tía Cynthia, parada detrás de Rebeca, a la derecha. Se supone que la niña de vestidito blanco es mi hermana Ruth y que yo estoy a su lado, rascándome la nariz. Pero durante toda mi vida yo creí que esta era una foto de nosotras cuatro, las hermanitas Rivas. Hasta que le mostré a mi mamá la foto, hace unos seis años, y me dijo que la niña de pelo corto y trapo blanco en la mano no podía ser yo, porque yo tenía el pelo largo en ese tiempo y mi hermana Renée no había nacido. Después publiqué la foto en Facebook y mi tía Cynthia confirmó que en la foto estamos de derecha a izquierda, Rebeca, Ruth y yo. La otra niña parece ser mi prima Jaqueline, hija mayor de mi tío Miguel. Pero ese cambio de identidades sigue siendo para mí un misterio.

En fin, que esta no es la historia de una foto, sino mi memoria de una casa. La vieja casa de la abuela tenía, pues, ese portón inmenso que daba a la calle y estaba justo antes de la esquina de la cuadra en la que está el Ateneo de Guanare, que supongo que sigue estando en el mismo sitio, en una de las esquinas que da a la Plaza Bolívar. Así que la vieja casa de la abuela estaba, como se dice, en el mero centro de Guanare. Si uno se paraba en esa acera en la que estamos posando con la abuela era posible ver la parte de atrás de lo que en mi pueblo se llamaba, pomposamente, el Palacio Legislativo. Ahí funcionaba la asamblea del Estado, pero ahora creo que está el Concejo Municipal. De todos modos, no recuerdo haber caminado nunca desde la casa de la abuela a ningún lado. En los pueblos del llano caminar bajo el sol inclemente es casi una hazaña.

Después del portón había el típico zaguán oscuro y húmedo que en todas las casas de origen colonial separa la calle de la parte interna de la casa. El portón de afuera siempre estaba abierto durante el día. El portón de adentro se mantenía cerrado o entreabierto si había visitas. Después había una salita o un recibidor, porque creo que la sala formal estaba en otra parte, pero yo no me acuerdo dónde estaba ni cómo era. En ese recibidor, que estaba en un pasillo abierto que daba al primer patio, había un aparato de radio. No conozco los modelos de esas radios viejas, pero me atrevería a decir que era un aparato de los años cuarenta o cincuenta. Tenía un gran dial de disco blanco y unos enormes botones para sintonizarlo. Era todo un mueble, con cornetas y patas. Frente a ese mueble me imagino que se sentaba el abuelo Miguel Ángel a escuchar las noticias después de la siesta y antes de su caminata diaria, cuando no había televisión y no bastaban las noticias de la prensa.

Pero en realidad eso es algo que yo no alcanzo a recordar. Lo que sí recuerdo es estar sentada en una silla incómoda en ese recibidor informal con mi tía Kenya y quien en ese momento era su novio: Rafael Calles. Mi tío Rafael, que nunca permitió que le dijeran tío ni que le pidieran la bendición, se volvería con el tiempo mi tío favorito. Pero entonces yo no sabía eso y creo que no me gustaba que me instalaran de florero a vigilar a los enamorados mientras el resto de la gente se iba a cuchichear a la cocina.

La casa tenía un patio interno del que apenas me acuerdo. Había resolana y matas, un olor como a tierra mojada, y un mono que mi abuela vestía con ropa que ella misma le hacía. El mono fumaba y hacía vulgaridades, se trepaba por las columnas de los pasillos y se subía al techo de tejas para lanzar desde arriba todo lo que encontraba cuando las visitas le caían mal o se quería hacer el gracioso. Siempre asocio ese patio de la casa vieja de mi abuela con el mono fumador.

Después del patio estaba la cocina, que es el único otro espacio que recuerdo vagamente de esa casa. Recuerdo sobre todo el olor, porque olía como a comino y a leche hirviendo, a granos en remojo, a ajo y a alguna hoja verde que tal vez colgaba del techo, perejil o cilantro. Es un olor compuesto por muchos olores que en la memoria se me mezclan y no sé desenredar. Pero es un olor que todavía mantengo en la memoria y espero que ahí se quede por un rato. De la cocina no recuerdo nada más. Sólo que era un oásis de sombra después de la resolana del patio y que había que reajustar la vista cuando uno entraba y salía.

Había un patio pequeño más allá de la cocina. Me acuerdo que era un patio encerrado entre cuatro paredes altas y que había algunos morrocoyes. Fue ahí que pisé una vez el fondo roto de una botella y me hice una herida tan profunda en el pie izquierdo que tuvieron que cogerme puntos, no sé cuántos. Durante mucho tiempo estuvo rodando por la casa la sandalita de cuero manchada de sangre que yo cargaba puesta ese día. Recuerdo que Felipe, un muchacho que mi abuela crió desde que era chiquito, me cargó y me llevó en brazos, sangrando, para anunciarle a los adultos que me había herido un pie. Hoy tengo una desvaída cicatriz que apenas se me ve en el pie y no tengo ninguna memoria de dolor o sufrimiento por esa herida.

Más allá de eso recuerdo muy poco de la casa vieja de la abuela. Pero sí sé que mis abuelos se mudaron para la casa nueva más o menos en el tiempo en el que yo estaba con el pie vendado por aquel accidente con la botella. Y me acuerdo porque mi tía Cynthia, que en realidad se llama Cristina y que tampoco dejó nunca que le dijéramos tía, me paseó cargada por la casa nueva cuando estaban por terminarla y todavía olía a cemento fresco. De ese paseo sólo recuerdo mi imagen, con un pie vendado y en brazos de mi tía, en el espejo del baño grande de la casa nueva.

La casa nueva nos parecía enorme. Supongo que porque éramos pequeñas. Pero también porque tenía un patio adelante y un patio atrás, lleno de árboles de mango, que daba por una puerta al fondo a la redoma de una de las calles ciegas de Fundaguanare. Por esa puerta entrábamos nosotras cuando regresábamos a pie del grupo escolar Giraluna donde estudiamos un par de años. Ese patio lleno de mangos era el lugar que más me gustaba de la casa cuando era niña. Pero creo que, en realidad, el lugar donde se concentraba la gracia de esa casa era el porche.

Cuando éramos pequeñas ese porche era el lugar en el que podíamos jugar como si estuviéramos afuera. Más allá del jardín estaba la avenida y sólo nos separaba de ella una cerca baja. Mi abuela había sembrado junto a la cerca lo que se llamaba antes un seto vivo —¿se seguirá llamando así?. Eran unas matas tupidas, del mismo alto de la cerca, con hojas muy verdes y flores muy rojas que espero sigan estando en el jardín, a pesar de que ahora la casa está escondida tras una pared alta. En aquella época las matas que separaban el jardín de la acera daban una sensación de espacio abierto y una de las delicias de aquel patio era poder sentarse a ver pasar la gente mientras se agarraba el fresco de la tarde.

En aquel jardín y aquel porche nosotras inventábamos juegos y hacíamos más ruido del que el abuelo tenía la paciencia de soportar. Me acuerdo de mi abuelo Miguel sentado en una silla de mimbre, hablando con mi papá o con cualquiera que quisiera escucharlo. Siempre se estaba quejando por algo y siempre tenía una solución para los miles de asuntos por los que se quejaba. El pasillo que dividía en dos el patio de adelante es para mí el lugar del abuelo. Como el porche era el lugar de la tía Fefé, la hermana de mi abuela.

Me imagino que como la abuela reinaba dentro de la casa, y era implacable con su hermana, la tía prefería instalarse todas las tardes en ese lugar neutral desde que llegaba a hacer su visita diaria, con su porte impecable. La tía Fefé era un personaje de película de Almodóvar. En su mejor época se vestía como si acabara de salir de una revista de modas de los años cincuenta, usaba medias de nylon en el calor sofocante de Guanare y cargaba siempre unas carteras antiguas que seguramente atesoraba de los tiempos de su juventud. Tenía una risa contagiosa y a veces, aunque sus cuentos no se entendían, porque la tía Fefé vivía en su propio mundo, su risa era suficiente para alegrarle a uno cualquier tarde.

Desde el porche se entraba a la sala de la casa, que era amplia y cuadrada. En la sala había un gran sofá y dos butacas que miraban hacia una mesita de centro. Pero el mueble más importante creo que era la mecedora en la que la abuela se sentaba a ver la tele, a tejer y a conversar con las visitas o la familia. La mecedora de la abuela era para mí uno de los muebles que definía aquella casa. Todavía me acuerdo de la sensación de importancia que me daba sentarme con sumo cuidado en aquella silla, que tenía un viejo cojín que ya había tomado la forma del cuerpo de la abuela. Era como estar a cargo del universo.

El otro mueble fundamental de la casa de la abuela era el moderno aparato de sonido que había sustituido al radio antiguo de la casa vieja. El aparato tenía radio, reproductor de cassettes y tocadiscos, donde se podían escuchar discos de acetato de larga duración y esos discos pequeñitos que tenían sólo una canción de cada lado y había que oírlos a una velocidad más rápida. En ese tocadiscos escuchábamos merengues y la música de la Billos, que era tal vez el símbolo de la hibridez dominicano-venezolana de la familia. Con esa música aprendimos a bailar dirigidas por la tía Cynthia, que era y es la mejor bailarina de la familia. También recuerdo haber escuchado en ese aparato, a todo volumen, a Miriam Makeba cantando Pata Pata. Rafael y Julio Iglesias sonaron hasta el cansancio en ese aparato. Y la canción Cucurrucucú paloma, que a mi abuela le encantaba, porque una vez mi abuelo le había llevado una serenata con mariachis y le habían tocado esa canción.

Desde la sala se podía pasar directo a la cocina o cruzar a un par de cuartos que estaban a la derecha y se comunicaban entre sí y con un bañito de servicio que a su vez daba a un cuartico que se comunicaba con la cocina. Es decir, toda el ala derecha de la casa podía recorrerse desde el primer cuarto, que era el que usaba el abuelo, hasta la cocina sin pasar por la sala. En el ala izquierda estaba el baño principal y los otros dos cuartos: el de la abuela y el que por unos años fue el cuarto de la tía Cynthia y después se volvió otro cuarto de huéspedes.

Más allá de la mecedora, que era su trono, el espacio de la abuela era la cocina. Ahí preparaba los platos más deliciosos como si no implicaran ningún esfuerzo. La cocina era de fórmica amarilla y en ella se guardaba un estricto orden. Cuando la ayudábamos a lavar los platos o a guardar los peroles, la abuela nos indicaba con precisión dónde debía ir cada cosa. Si había que buscar algo, la abuela sabía exactamente dónde buscarlo y si no lo encontraba se enfurecía. No toleraba encontrar nada fuera de lugar y una de sus eternas quejas con las mujeres de servicio era que le desordenaban su cocina.

Más allá de la cocina había un ancho corredor que daba al patio de atrás. En ese corredor, en el que con frecuencia había colgada una hamaca, la abuela hacía cada diciembre sin falta los mejores pastelitos que he comido en mi vida. Se trataba de una operación conjunta, en la que participábamos sus hijos y nietos, siguiendo sus estrictas instrucciones. También hacíamos torrejas y helados de ron con pasa y hayacas. Pero para hacer las hayacas la abuela Julia, que era dominicana y no quería dárselas de criolla, cedía el mando a mi papá, por única vez en el año.

Todas las comidas familiares se preparaban y se comían en ese pasillo. Una vez, para una cena navideña, mi tío Julio intentó matar un pavo clavándole una aguja en la frente, porque había leído no sé dónde que si uno hacía eso el pavo caía muerto al instante. No debe haber sido verdad, porque aquel miserable pavo se paseó por el patio y el corredor de atrás, con la aguja clavada en la frente y en medio de los gritos de los niños, por horas de horas sin dignarse a caer muerto por nada del mundo. Al final, mi papá terminó matando al pobre pavo de una certera cuchillada en el cuello.

Además de la cocina, el otro lugar en el que reinaba la abuela era su cuarto. Nosotras entrábamos a aquel lugar impecable como en puntas de pie. Había una cama ancha con copete de madera y una peinadora de gavetas bajas y espejo altísimo, que mí me parecía uno de los muebles más elegantes que había visto. El cuarto olía a cremas y a talcos y a ropa recién lavada. La cama tenía siempre encima un cubrecama que había sido tejido por la abuela, cuadrito por cuadrito. Así como todos los muebles y todas las mesas de la casa tenían algún tapete que la abuela había fabricado con sus propias manos incansables.

Mi abuela dormía sola en ese cuarto, porque el abuelo comenzó a dormir en otro cuarto a raíz de no sé qué problema de salud y ahí terminó quedándose. El cuarto del abuelo era mucho menos interesante, porque no había nada ahí que llamara la atención. Había sólo una cama grande y un par de mesitas. Tal vez el único objeto de ese cuarto que siempre me intrigó fue la bacinilla que el abuelo se llevaba al cuarto todas las noches y que la abuela o alguna mujer de servicio vaciaban y lavaban todas las mañanas. Había también un maletín de médico que tenía adentro medicinas, aparatos para medir la tensión y jeringas para poner inyecciones. Decían que el abuelo había estudiado medicina y que estuvo a punto de graduarse. Creo que ese maletín negro fue lo único que le quedó de su frustrada carrera de médico.

Además de los cuartos de la abuela y el abuelo estaba el cuarto que por un tiempo fue de mi tía Cynthia. Ese cuarto pasó por muchas transformaciones a lo largo de los años y tengo memoria de algunos de sus distintos momentos, incluyendo algunas de las veces que dormí ahí y en mi insomnio crónico veía reflejadas en el techo las luces de los carros que pasaban por la avenida. También me acuerdo de ese cuarto como el lugar en el que nos vestíamos para las reuniones familiares, cuando éramos más grandes y la tía Cynthia nos ayudaba a elegir ropa y nos enseñaba a maquillarnos. Tal vez en ese cuarto me puse mis primeros vestidos de fiesta y me pinté por primera vez la boca.

Los cuartos de la tía Cynthia y la abuela estaban separados por el baño principal de la casa. La gran novedad de ese baño era que en lugar de ducha tenía una bañera. No creo que nadie la haya usado nunca para darse un baño de inmersión, pero sin duda el baño tenía por eso un aire de lo más elegante, a pesar de lo incomodísimo que era entrar y salir de la pretenciosa bañera. La otra novedad era una ducha eléctrica que calentaba el agua en el instante en que uno abría el chorro. Ese tipo de duchas se volvieron populares después y hubo versiones simplificadas. Pero la del baño de la abuela no era una simple ducha Corona, sino un perol enorme que hacía un ruido como de motor de lancha y producía un agua humeante totalmente superflua en el clima infernal del llano.

El cuarto que estaba atravesando la sala, justo delante del baño, era el cuarto de las visitas. Ahí dormimos muchas veces, en dos camitas angostas que a veces se juntaban para que cupiéramos al menos tres de nosotras. Pero ese cuarto lo recuerdo más como el cuarto de los cachivaches, porque tenía un closet inmenso, del piso al techo, lleno de las cosas más insólitas. Había muchos materiales que mi abuela había usado cuando cosía trajes por encargo y vendía ropa interior. También estaban ahí guardados muchos de los implementos de costura de la abuela, hilos en carretes y madejas de todos los colores y texturas, agujas de todos tamaños y formas, botones por docenas, dedales, desbaratadores, enhebradores, y una cantidad infinita de cosas guardadas en bolsas, bolsitas, cajas y cajitas.

Mi mamá cuenta que, cuando murió la abuela y a ella le tocó revisar todo y decidir qué valía la pena guardar y qué había que botar, pasó días y días revisando y descartando las miles y miles de cosas que la abuela fue acumulando con el tiempo en todos los grandes closes de la casa. Porque la abuela nunca botaba nada, ni siquiera las cajas de regalos ni las botellas vacías. Tal vez pensaba que algún día las necesitaría para algo. Yo soy igual. Si no me hubiera mudado tantas veces, si no hubiera tenido que cambiar de ciudades y de continentes, si me hubiera quedado cuarenta o cincuenta años en la misma casa, con seguridad a mis familiares también les tocaría botar bolsas y más bolsas de peroles inútiles.

Tal vez por eso la casa de la abuela sigue siendo para mí un lugar que identifico no sólo con la infancia, sino con parte importante de lo que soy. Porque fue el lugar que se mantuvo fijo y seguro mientras todo cambiaba alrededor y nosotras nos mudábamos cada par de años. Es el lugar donde la familia entera se sentía como en su propia casa. El lugar donde entrábamos sin anunciarnos, metiendo la mano por la ventana para abrir la puerta usando la llave que estaba siempre colgada en un clavito en el marco de madera. El lugar donde en cualquier momento podíamos estar seguras de encontrar algo rico para comer o para merendar. Donde siempre había una historia que escuchar o algo que aprender o recordar.

Cuando murió la abuela yo estaba en Londres y mis escasas finanzas de estudiante no me daban para hacer un viaje tan costoso, así que no fui a acompañar a mís tíos y a mis primos a su entierro. No recuerdo haber vuelto a esa casa desde entonces. Me dice mi mamá que la casa ha cambiado totalmente y la verdad es que prefiero no verla distinta de como la recuerdo. Prefiero seguir imaginando la casa como era antes. Y seguir recordando a Julita con las manos ocupadas en algún tejido, meciéndose en su trono mientras comenta las noticias de la familia y ofrece algo de comer a todo el que llega.

Me imagino que a ti te pasa lo mismo con la casa de tu abuela, que sé que era para ti una casa llena de encantos. Algún día te animarás a escribir sobre esa casa en ese blog que estás planeando para Alejita, ¿no?

Un abrazo,
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