sábado, 14 de diciembre de 2013

Cinco días en Cape Town



Amiga,

Hace ya varios días que regresé de Cape Town y he estado dándole vueltas a las impresiones que me traje de allá para tratar de contártelas. No me resulta fácil. Uno tiene tantas ideas preconcebidas sobre África y se imagina que se va a encontrar con algo al mismo tiempo exótico y conocido, porque a fin de cuentas somos también del llamado tercer mundo y sabemos cómo funcionan las cosas en nuestros pobres paisitos. Y aún así, es esa misma mezcla de algo distinto pero parecido lo que más me ha impresionado y lo que más me cuesta explicar.
El sol radiante, el cielo imponente, los colores brillantes y los olores intensos, especialmente el olor del mar. Eso es lo que más se parece a lo nuestro. También el deterioro de los edificios abandonados o el descuido de los que funcionan a medias, todo eso evoca nuestro precario paisaje urbano. Ni hablar de la actitud de la gente: gritones, bullangueros y reilones entre ellos, o profundamente serios, ariscos y suspicaces frente a los extraños. A ratos me sentía en mi pueblo. Sentía que estaba en un lugar que podía comprender perfectamente porque se parecía tanto a lo que somos o solíamos ser.
Pero esa sensación de familiaridad que producen las semejanzas se rompía de pronto. Cada tanto, varias veces al día, se hacía evidente la realidad de un lugar totalmente distinto e incomprensible. El primer disparador de la extrañeza es, por supuesto, el asunto racial. La convivencia de los distintos grupos étnicos no logra ocultar el hecho de que la separación entre ellos ha sido profunda y lo sigue siendo. El contraste entre los blancos-blancos y los negros-negros es una prueba de que no ha habido mezcla. Nosotros somos casi todos marrones, café con leche, como tanto se ha dicho. Porque tenemos cinco siglos mezclándonos. En Sudáfrica los mestizos son una minoría extraña.
Y esa separación produce una especie de onda expansiva que viaja a través de los cuerpos y las superficies tocándolo todo y no dejando nada intacto. Afecta las miradas y los gestos, las ropas y las casas, el andar por la calle y el entrar en el agua. No sé muy bien cómo explicarlo, pero es algo que puedes sentir en cada intercambio con la gente, en cada palabra dicha o callada. Todo el mundo te mide y se mide con un rasero que es para nosotros desconocido. Un código oculto pero palpable, que pasa por el color de la piel y que tiene un peso denso, ominoso.
Después está la naturaleza. Y los animales. La flora y la fauna, pues. Todo es rico, abundante, extremo, oloroso, brillante. Las frutas en los abastos parecen pintadas de colores. Las flores en los árboles son como destellos fosforescentes. El mar tiene a veces un azul imposible. Los animales parecen amenazarte a cada recodo del camino y al mismo tiempo convives con ellos casi sin saberlo.
Las señales en las carreteras te advierten que puedes encontrarte con avestruces, baboons, pingüinos en la tierra, y con enormes tiburones en el mar. Los vimos todos. A los baboons de lejos, en una curva de la vía que va al Parque Nacional de Table Mountain (Montaña de la Mesa le dicen en español, pero suena horrible); a los avestruces los vimos a dos metros de distancia, caminando con su lento paso de camellos a la orilla de una playa en el parque del Cabo de la Buena Esperanza; y a los tiburones, por suerte, sólo los vimos pasar majestuosamente frente a nosotros en los enormes tanques del acuario de la ciudad.
Pero lo que más nos gustó fue ver a los pingüinos en su estado natural, parados de cara al sol en una playa que tienen reservada para ellos solos. En la playa de al lado es posible meterse en el agua con ellos. Pero sólo si ellos quieren. Los dos días que fuimos los pingüinos prefirieron echarse en las rocas a tomar el sol. No los culpo. ¡El agua estaba helada! Aún así nos atrevimos a bañarnos varias veces en ese mar que está en el límite entre los océanos Atlántico e Índico. Más que todo porque eso nos permitía decir que ya nos habíamos bañado en los tres océanos mayores y eso suena de lo más aventurero.


 El acontecimiento se la semana fue, por supuesto, la muerte de Mandela que anunciaron el mismo día que llegamos, el 5 de diciembre. Los periódicos del día siguiente amanecieron con la noticia impresa en grandes titulares y durante el resto de la semana leímos todos los preparativos del funeral y vimos en la tele a la gente cantando y bailando frente a la casa de quien es para ellos el padre de la patria. La cara de Mandela está en todos los billetes de Sudáfrica. No parece haber ningún otro héroe digno de semejante honor. Pero nos pareció que su muerte no causó la impresión inmensa que se esperaba y que tanto anunciaban por la tele. Tal vez porque ya todo el mundo estaba resignado a la idea de que Mandela iba a morir pronto. Tal vez porque para los sudafricanos la muerte no es una tragedia.
En todo caso, por más que los medios internacionales trataron de resaltar el dolor y el duelo, lo que en realidad se veía en las calles era otra cosa. Todo el mundo andaba en lo suyo. Aparte de las banderas a media asta, no había ninguna señal de trauma colectivo al estilo de lo que se vio en Venezuela por la muerte de Chávez. De hecho, sólo una vez vi a una chica escuchando en la radio lo que estaba pasando en Johanesburgo, que fue donde se concentraron todos los actos mientras estábamos allá. También vimos las mesas que habilitaron para que la gente firmara libros de condolencia. En cada una había un grupito de gente, pero no colas multitudinarias como creo que estaban esperando.
Sólo fuimos un día al centro de la ciudad. Nos fuimos en el tren y por recomendación de un colega de Lyo compramos pasaje de primera clase. Igual nos pareció un exceso y de ida viajamos como todo el mundo en tercera. Vimos a la gente subir y bajar de un tren más bien destartalado. Escuchamos a los locales hablar a los gritos en distintos dialectos que tienen sonidos guturales imposibles de reproducir si no los aprendiste en la infancia. Y sufrimos el sermón largo de un predicador que en perfecto inglés nos conminó a arrepentirnos de nuestros pecados por casi cuarenta minutos. Por eso decidimos volver en primera clase, donde la única diferencia es que hay menos gente y no tienes que soportar ningún sermón. 
Al llegar a la estación central sufrí la desgracia de tener que usar en baño público, una experiencia que me hizo añorar los peores baños de carretera de la tierruca. En el centro de Cape Town, caminamos por una ciudad casi vacía, calcinada por el sol, agobiante de calor, como si avanzáramos por el centro de Porlamar en pleno mediodía. Largas avenidas, altos edificios de vidrio y concreto, tráfico bullicioso. Pasamos la tarde refugiados en las tienditas y los mercados del puerto, que ellos llaman “waterfront”, escuchando a un grupo de jóvenes con la cara pintada de puntos blancos y ropas de vivos colores, tocando tambores como en cualquier noche de San Juan en Barlovento.
No nos quedaron ganas de volver a la ciudad. Preferimos refugiarnos en Muizenberg, el suburbio a la orilla de la playa en donde está el instituto en el que Lyo iba a dar clases. Y desde ahí viajamos a lo largo de la costa por todos los vecindarios que bordean el Parque Nacional, como si viajáramos a lo largo de la costa central desde Catia la Mar hasta Naiguatá, pero a lo largo de una bahía gigantesca en la que se mezclan dos océanos y hay pingüinos y tiburones blancos y ballenas inmensas. 

 
No sé muy bien cuál es el balance para mí de esta visita relámpago. Me encantó la comida y el paisaje y la calidez de la gente. Me angustió la sensación de estar siempre bajo amenaza, al borde de presenciar un hecho violento. Me cansó el larguísimo viaje, vía Amsterdam, a través de todo el continente africano, y me fascinó ver nítidamente el desierto del Sahara desde las ventanillas del avión. Al final tenía ganas de regresar a casa, pero también me quedé con ánimo de volver. Ningún lugar se puede conocer en cinco días. Tal vez por eso no puedo decirte cuál es en definitiva mi impresión más fuerte.
Habrá que volver. Es todo lo que puedo decir en este momento.
Te mando un abrazo sudafricano!
r

martes, 26 de noviembre de 2013

Ajedrez noruego



Amiga,

Hace unas semanas un periódico noruego se propuso montar una partida de ajedrez global –y virtual– entre Noruega y el resto del mundo. La idea parecía simple y divertida. En un tablero virtual, cualquiera que tuviera una dirección terminada en las siglas pertenecientes al territorio noruego (.ne) podía votar por el siguiente movimiento que harían las piezas blancas. El resto del mundo podía votar para producir movidas en las piezas negras. Un juego global que se basaba, como todos los juegos, en el supuesto elemental de que todos los involucrados se comprometerían a respetar las reglas: a no hacer trampas.

Pero quienes propusieron tan interesante e ingenua idea tuvieron que detener el juego, dos veces. Resulta que tanto de un lado como del otro se las arreglaron para crear direcciones falsas y votar a favor de pésimos movimientos del contrario. Con lo que el enfrentamiento entre Noruega y el resto del mundo iba a terminar siendo la partida de ajedrez peor jugada de la historia. (Escuché el cuento en PRI -puedes oírlo aquí).

Lo que me llamó la atención de este intento fallido de convocar al mundo a una partida amistosa fue comprobar, una vez más, el cabal funcionamiento de una ley del capitalismo salvaje; o más bien de todo juego en el que nadie controla las reglas y cuyo cumplimiento se deja en manos de una abstracta noción de la ética o lo que en inglés se llama el fair play –juego limpio.

El juego limpio sólo funciona cuando los participantes están obligados a comportarse de manera ética por una restricción que va más allá del juego mismo. Llámese principios o política, ética o religión, honor o reputación, lo cierto es que el sujeto justo sólo existe si recibe algún tipo de presión de sus iguales. Sin la contención de una comunidad de otros que piensan como nosotros, y nos recuerdan dónde están los límites de lo que podemos o no podemos hacer, los seres humanos estamos librados al territorio devastado del sálvese-quien-pueda.

Y es inevitable, amiga, pensar en la tierruca leyendo esta historia de la partida de ajedrez que no pudo ser. Los periodistas noruegos que propusieron un inocente juego para medirse con el mundo no contaban con la falta de escrúpulos de los potenciales jugadores. Pero el gobierno venezolano, más por tramposo que por sabio, hace ya tiempo que conoce las teclas que debe tocar para hacer que ciertos sectores de una sociedad manipulada y atrofiada reaccionen y salgan a la calle a cometer actos ilegales a plena luz del día y bajo la complacida vigilancia de las autoridades. Lo saben porque fueron ellos quienes atrofiaron el sentido ético de las manadas que corren al primer llamado a saqueo.

Los ajedrecistas noruegos, al darse cuenta en apenas unas horas de la trampa y la manipulación, cancelaron la partida, porque sabían que nada justo o sano podía resultar de aquel desbarajuste de trampas cruzadas. Pero nosotros seguimos intentando jugar a pesar de que, como dijo la poetaYolanda Pantin en una entrevista en El Nacional, no cabe duda que nos ha tocado "un tablero de ajedrez muy duro".

No puedo aceptar que la única salida, cuando estamos entre la espada y la pared, es patear la mesa y no jugar más. Pero me encantaría que hubiera una manera de seguir el ejemplo noruego. Sería un alivio inmenso que hubiera un modo democrático de decir: ¡no va más!

Te mando un abrazo trancado,
r

jueves, 21 de noviembre de 2013

El número mágico



Amiga,

Acabo de recibir mi National Insurance Number (NINo). Nosotros no tenemos nada parecido a esto en la tierruca. Es el número que te acredita para existir en términos económicos. Si trabajas o has trabajado o tienes aspiraciones de trabajar en este país tienes que tener un NINo. Desde que llegué he estado por pedirlo e incluso una vez me acerqué a un Job Centre local para preguntar qué debía hacer y me despacharon diciéndome que cuando comenzara a trabajar me lo asignarían. Y yo me quedé de lo más tranquila pensando que así debía ser.

Pero resulta que el famoso número es algo a lo que tienes derecho si vives legalmente en este país. No sólo porque te acredita para trabajar y para pagar impuestos, sino también porque con ese número puedes reclamar algunos beneficios. Y esa es la razón por la que el asunto resulta complicado. En un estado de bienestar como éste, el miedo a que algunos ciudadanos abusen del sistema sirve a veces para que ciertos funcionarios intenten convencerte de que puedes renunciar a tus derechos.

Hace unas semanas llamé a pedir mi número. La funcionaria arisca que me atendió el teléfono me pidió todos mis datos: fecha de nacimiento, dirección y demás. Finalmente, y supongo que debido a mi extraño acento, me preguntó cuál era mi nacionalidad. Respondí que desde hacía unos meses yo era, de hecho, británica. Hubo una pausa de un par de segundos y luego la amable señora me dijo: Sí, usted viaja con un pasaporte británico, pero cuál es su nacionalidad original. Me quedé muda.

Yo me había creído todo. Yo estaba tan contenta con mi nueva nacionalidad y había llorado en la ceremonia en la que juré ser fiel a la reina y a todas las leyes del reino. Yo me había convertido en ciudadana en ese acto tan políticamente correcto, en el que te dicen que debes participar en todo y que eres igual a todos los demás, con todos los derechos y los deberes, sin importar dónde hayas nacido. Y ahora, con una sola pregunta, una funcionaria de ese mismo gobierno que me había hecho ciudadana británica me ponía otra vez en mi lugar: viajar con un pasaporte británico no es equivalente a ser británico.

Me asignaron un día y una hora para la entrevista en la que debía solicitar el NINo. Unos días después me llegó una carta donde no sólo me confirmaban la fecha de mi cita, sino también me conminaban –fea palabra, pero totalmente adecuada en este caso– a ir armada con todos los documentos necesarios para probar mi existencia y mi estatus de legalidad. En los días que faltaban para la entrevista fui armando una carpeta que creció hasta llegar a un tamaño absurdo.

La mañana de la entrevista, cuando me di cuenta de que la abultada carpeta no cabía en ninguno de mis bolsos, puse todo sobre mi escritorio y elegí los tres o cuatro documentos que me parecieron indispensables. Todo lo demás lo dejé. Después de todo, si no me daban el famoso número, siempre podía pedir otra cita para presentar los documentos que faltaban. 

Pero en mi cabeza iba armando y desarmando los distintos escenarios en los que yo lograba convencer al funcionario que me iba a entrevistar. Y no sólo tenía que convencerlo de que yo era quien decía ser, sino también de que yo era una persona decente y de que mi intención no era abusar del sistema sino, humildemente, existir como potencial fuerza de trabajo en este lado del mundo.

Cuando llegué a la oficina en la que me tocaba mi entrevista me sentía nerviosa, como si estuviera a punto de presentar un examen oral en el que no sabía exactamente qué preguntas iban a hacerme. Un amable funcionario me hizo pasar al primer piso. Otro amable funcionario me preguntó mi nombre al entrar a la sala en la que era la entrevista y luego me hizo sentar en un mullido sofá. Cinco minutos después, un tercer funcionario, muy amablemente me hizo saber que él se iba a encargar de entrevistarme y me pidió mi pasaporte. Al ver que tenía más de uno (el de la tierruca y el del imperio) me pidió los dos. Me dijo, con mucha amabilidad, que esperara un momento mientras le sacaba copia a mis documentos.

Finalmente, y previa disculpa por haberme hecho esperar (¡menos de quince minutos!), el funcionario me condujo a la mesa en la que iba a realizar la entrevista. Yo seguía, a todas estas, armando y desarmando en mi cabeza un diálogo en el que explicaba por qué estaba pidiendo el NINo, cuáles eran mis credenciales, por qué no lo había pedido antes, quién era yo, qué intenciones tenía, y el larguísimo etcétera paranoico de todo ser que se ha criado y ha vivido entre funcionarios cuyo único trabajo consiste en decirte que no, que tú no tienes derecho a lo que estás pidiendo.

Mientras el joven que me entrevistaba me pedía nombre, apellido, dirección, yo abría mi bolso y sacaba mi carpeta con los cuatro documentos que pensaba que iba a pedirme y que esperaba que fueran suficientes. El joven iba llenando una planilla con mis respuestas, que incluían la fecha en la que llegué a este país y lo que he hecho o intentado hacer desde que vivo aquí, como buscar trabajo infructuosamente y estudiar una maestría. Se sonrió cuando le dije que no me acordaba de las direcciones en las que había vivido en Londres entre 1997 y el 2001. Se volvió a sonreir cuando no fui incapaz de recordar exactamente las fechas de mi primer matrimonio y de mi divorcio. Y le dio risa que no recordara en qué día exacto de un mes de julio me había casado con mi actual marido.

En todo momento me trató como una persona a la que se le está asistiendo en una gestión que tiene derecho a hacer. No me pidió ningún otro documento aparte de mis pasaportes. No me hizo ninguna pregunta capciosa o agresiva. Cuando me veía dudar ante una respuesta o buscar en mi frágil memoria algún dato que me era imposible recordar, me decía, no importa, eso no es relevante, y pasaba al siguiente asunto.

Al final me mostró la planilla que había llenado con todos los datos que yo misma le había dado. Me dejó que leyera todo con calma y me dijo que firmara en un par de líneas confirmando que esos datos eran correctos. Me explicó que en dos semanas me llegaría mi número y con una sonrisa de lo más amable me despidió deseándome que tuviera un muy buen día y que disfrutara del clima escocés. Esto último era un chiste. Los dos nos reímos y al reirnos nos sentimos parte de la misma comunidad de sufrientes, es decir, súbditos del mismo reino.

Hasta hoy yo estaba esperando una carta en un sobre de manila que dijera, lamentamos mucho no poder otorgarle su NINo, resulta que usted no califica por tal o cual razón. Pero hoy llegó el famoso sobre manila. En él había una carta que decía éste es su número, mantenga esta carta en un lugar seguro, use este número para dárselo a su empleador y un par de otras instrucciones de ese tipo. Así de simple.

Si es verdad que somos, ante todo, seres económicos, desde hoy existo, amiga. A mis casi 52 años, acabo de adquirir un número que me identifica en el mercado laboral, no sólo de este país, sino del mundo. Suena grande. Y supongo que lo es.

Te mando un abrazo enumerado,
r


lunes, 4 de noviembre de 2013

Vivir entre ruinas



Amiga,

Estoy en medio de la traducción de un artículo sobre las ruinas de La Habana que me ha puesto a ver películas sobre esa ciudad que visité una vez y que sentí como la encarnación de la desidia más absoluta. El artículo habla sobre tres películas. Una es bien conocida: Buena Vista Social Club. Las otras dos no tanto: Suite Habana y Habana: El arte nuevo de hacer ruinas. (Si estás de ánimo, puedes verlas completas en youtube aquí y aquí). Supongo que vistas desde la tierruca estas imágenes de la ruina que seremos no son nada alentadoras.

Vistas desde aquí no lo son tampoco. Hacer de la ruina un objeto estético sólo puede tener sentido desde la distancia, desde la comodidad de un espacio confortable, limpio, funcional, en el que la ruina no es una amenaza. Pero desde dentro de las ruinas, cuando se habita entre ruinas como lo hacen los habaneros, no hay estética que valga para embellecer lo fracturado, lo desmoronado, lo que está a punto de caer. Las ruinas son la evidencia de lo que ya no es pero persiste. Y cuando vives entre ruinas, como dice el escritor Antonio José Ponte en la película que lleva el título de uno de sus textos, tu misma personalidad, la integridad de lo que eres o crees ser, también se derrumba.

Hay dos fotos que tomé en la Habana que tengo siempre a la vista en mi estudio. Una de ellas está en la ventana frente a mi escritorio. Son dos niños que corren hacia la cámara sonriendo (recuerdo perfectamente el día en que los vi jugando y gritando y riendo a carcajadas gritándome ¡foto! ¡foto! ¡échanos una foto!). Vienen del patio interior de una casa desvencijada y están a punto de atravesar un portal que en su época debió haber sido majestuoso. El piso, las paredes, los techos que los rodean están todos en un estado de total abandono. Es tan intenso el decaimiento de la mansión en ruinas que habitan –con quién sabe cuántos otros– que parece el escenario de una de esas películas postapocalípticas en las que el mundo se acabó y nada queda ya en pie. Salvo los seres que tercamente sobreviven al cataclismo.

La segunda foto es la que encabeza esta entrada. Dos habaneras jóvenes posan para la cámara. La chica de la camisa amarilla y los pantalones negros ajustados se pone la mano en la cintura imitando un gesto que tal vez ha visto mil veces en revistas de modas. Antes de asumir la pose se ha colgado en el hombro un trapo amarillo que un segundo antes revoloteaba en aire mientras conversaba. La otra chica es más bajita, menos agraciada, menos segura de sí misma. Su sonrisa es tímida y sincera. Su falda blanca impecable contrasta con el deterioro que la rodea. Pero lo que siempre me conmueve cuando veo esta foto es su gesto de agarrar por un brazo a la amiga más dispuesta y resuelta. Es un gesto de supervivencia, de afirmación desesperada de la propia existencia.

¡Una foto! ¡una foto! Fueron ellas las que nos pidieron que les tomáramos una foto cuando nos vieron pasar con una cámara. Posaron encantadas en la misma esquina en la que estaban conversando, sin importarles el desconchado de las paredes ni los cables sueltos saliendo por todos lados ni la inmundicia de las calles y las puertas. Después de que tomamos la foto nos gritaron a voz en cuello que les mandáramos una copia y nos dieron su dirección y sus nombres. Era el tiempo de las fotos en rollo que de revelaban en papel. Era enero de 1994. Nunca envié la foto, por eso la estoy copiando aquí, para que circule libremente y tal vez un día alguna de ellas dos pueda verla.

Nada ha mejorado en la Habana desde entonces. O tal vez sí. Con el petróleo venezolano y la inyección de dólares que deberían invertirse en Venezuela algo parece haberse reactivado en la economía cubana. Pero la ciudad sigue en ruinas. Esta semana he estado viendo esas ruinas y recordando que caminé por esa ciudad cuando no teníamos ni la sospecha de todo lo que iba a venir y no sabíamos que las ruinas de esa ciudad que alguna vez fue magnífica se nos convertirían en terrible presagio del futuro.

Hoy entiendo mejor que nunca que todo el que pueda esté en la tierruca haciendo planes de irse. Han pasado casi veinte años desde que tomé estas fotos en una esquina de la Habana. No sé por qué las elegí para tenerlas frente a mí mientras vivo y escribo al otro lado del mundo. Tal vez porque demuestran dos cosas contradictorias: por un lado, que se puede llegar al extremo de destruir sin razón una ciudad, un país, a nombre de un ideal absurdo; y, por otro, que la gente puede seguir teniendo esperanzas contra toda lógica y contra toda evidencia de la realidad.

Pero también las tengo enfrente para recordarme que ese mundo existe, que esa pobreza, esa desesperación y esa esperanza contra viento y marea son reales. Y ese principio de realidad hace falta, créeme amiga, cuando estás en el exilio viviendo en un sistema eficiente y rodeada de una sensación de seguridad que hace que los días pasen sin angustias ni penas.

Pero la lección más difícil para el expatriado es descubrir que hay que pagar un precio por existir en medio de esta relativa prosperidad, rodeado de esta eficiencia de calles limpias y edificios bien mantenidos.

Hace una semana llamé para pedir una cita por un trámite burocrático que tenía pendiente. Después de pedirme mis datos particulares (nombre, dirección, fecha de nacimiento) la funcionaria que me atendió me preguntó por mi nacionalidad. Tuve la osadía de decirle, con mi marcado acento extranjero, que yo era ciudadana británica. Hubo un silencio de dos segundos. Luego me dijo: “Sí. Usted viaja con un pasaporte británico. Pero ¿cuál es su nacionalidad original?”

Así es como te ponen aquí en tu puesto. Así es como te recuerdan que no hay papel que valga y que nunca vas a pertenecer.

Por eso a veces es válido preguntarse si el exilio no será otra manera de vivir entre ruinas.

Te mando un abrazo desmoronado,
r


miércoles, 30 de octubre de 2013

De vuelta



Amiga querida,

Vuelvo a este blog nuestro como se vuelve al sur en aquel tango. No me gusta la idea de que todo vuelve al lugar de donde vino, como dice el maestro Gallegos en Doña Bárbara. Prefiero la idea de que todo se fuga, todo se va cada vez más lejos hacia otra parte. Pero en ese camino loco de correr hacia otro lado, a veces pasa que la trayectoria de la fuga toca home y sigue. Eso es lo que estoy haciendo hoy con este blog nuestro. Pisando la almohadilla para seguir corriendo.

Elegí esta semana porque el domingo pasado cambiaron los relojes y comenzó oficialmente el tiempo del invierno. El tiempo se atrasa una hora y de pronto no son las diez sino las nueve y me puedo quedar una hora más en la cama sin remordimientos. Retroceder el reloj es una vieja fantasía que recorre la imaginación a sus anchas, porque está relacionada con detener el tiempo, con viajar en el tiempo.

Esta semana tuve una iluminación que me permitió entender mejor lo que estoy haciendo cuando escribo y de pronto todo se me hizo más evidente. En inglés se le dice a eso un "eureka moment". Ese momento en el que todas las piezas confusas que has estado removiendo sin saber dónde encajan de pronto se arman solas y se vuelven un objeto casi sólido que te deja afuera, porque ya no tienes más nada que hacer por ellas sino dejarlas irse.

Eso vi hace un par de días y de pronto se terminó de armar un libro. No está listo. Falta trabajo de carpintería por hacer. Pero el libro ya anda por sí mismo y ya sólo me pide que me apure, que no me detenga, que no lo traicione. Sin embargo, al borde de esa especie de meta, me detengo.

Cuando una etapa se cierra siempre se puede mirar el horizonte que está atrás y pensar en el futuro. En mi caso, ese futuro es el libro que viene. Y el tiempo angustioso que está en el medio. Esta madrugada, cuando vislumbré ese camino que se me abría enfrente pensé en este blog nuestro como ese lugar que me permite reposar un momento en medio de la carrera hacia otra parte.

Por eso estoy aquí de nuevo, amiga. Para registrar una pausa y para obligarme a contar lo que veo en el camino. Espero que los lectores de esta bitácora de extravíos no se hayan cansado todos de esperar. Para quien quede allí del otro lado va un abrazo tan fuerte como el que te dejo aquí con ánimo de futuro.

r

martes, 21 de mayo de 2013

Ciudadana británica


Amiga, 


Hoy es un buen día para volver a dejar una nota en este blog nuestro. Porque esta mañana me juramenté como ciudadana británica. Como seguramente recuerdas, en noviembre del año pasado fue la ceremonia de Lyo. Por eso nos fuimos esta mañana directo a Bathgate, donde habíamos ido al acto anterior. Pero resulta que la ceremonia se alterna cada mes entre Bathgate y Livingston y cuando llegamos a Bathgate nos dijeron que estábamos en el lugar equivocado.

Así que este día en el que me convertí en ciudadana británica comenzó con un susto y una carrera. Yo me había bajado del carro para ir adelantando el trámite mientras Lyo buscaba dónde estacionarse. Cuando me dijeron que la ceremonia era en otra parte, entré en pánico. No me había llevado mi celular y Lyo tampoco tenía el suyo. Eran las diez en punto y el acto comenzaba a las diez y media. Mientras pensaba qué hacer y me imaginaba lo peor, escuchaba con la cuarta parte del cerebro la explicación de cómo llegar al Centro Cívico de Livingston donde tenía que juramentarme.

Salí a la calle después de la larga explicación que no entendí con una sensación de terrible fatalidad. Bajé las escaleras, miré a los lados y me entregué al destino. Y el destino quiso que diez segundos después apareciera Lyo casi corriendo. Le eché el cuento en volandas mientras nos devolvíamos. Al final Lyo me dejó a la vuelta de la esquina y se fue él solo a buscar el carro porque yo no podía con los tacones.

Llegamos a tiempo al Centro Cívico, a pesar de que yo sólo retuve una mínima parte de la explicación que me habían dado. Teníamos que ir al edificio que estaba al lado de la Policía. En efecto Lyo sabía dónde era y me dejó en la puerta –otra vez– para irse a buscar puesto. Entré caminando lo más derecha que pude pero pensando qué íbamos a hacer si aquel no era el lugar del evento.

Por supuesto que era. No tuvimos tiempo ni de mirar alrededor. Pasamos a la sala del registro civil. Yo estaba tan angustiada por estar llegando tarde que seguí de largo cuando vi la sala de ceremonias. Pero una funcionaria se asomó a pedirme que esperara en la recepción mientras atendían a otro futuro ciudadano que había llegado justo antes que nosotros. Nos recibió la misma funcionaria que había dirigido la ceremonia cuando se juramentó Lyo. Pero esta vez el proceso fue mucho menos formal: brevísima explicación de la ceremonia, instrucciones, listo.

Pasamos a la sala. Había dos familias, dos parejas y nosotros. Entre todos ocupábamos apenas tres filas y dos puestos. Sin música ni preámbulos, la ceremonia empezó cuando llegó el "Provost", que es el funcionario encargado de presidir el acto. No sabemos exactamente cuál sería el equivalente para nosotros, pero nos imaginamos que es una especie de presidente del consejo municipal. Muy simpático él. Apareció adornado con un collar dorado, distintivo de su cargo.

La ceremonia fue menos emotiva que la de Lyo. O tal vez no me conmovió tanto porque ya había escuchado el discurso. De todos modos me emocionaron los aplausos y la sinceridad con la que todos recitamos nuestros juramentos y recibimos nuestros certificados. Nos llamaron por nuestros respectivos nombres de pila, para evitar el complicado proceso de mencionar apellidos a veces impronunciables. Creo que todos nos sentimos de lo más bienvenidos. 

Luego hubo dulcitos y café o té. Conversamos un rato con unos conciudadanos de origen indio. Después se nos unieron los funcionarios que hicieron una ronda por los distintos grupos. El Provost nos contó que era el único conservador en el gobierno local y que cuando joven había trabajado en una compañía petrolera y en lo que le nombramos Venezuela nos contó de sus viajes a Maracaibo a donde iban a llenar el barco en el que trabajaba, justo antes de regresar al Reino Unido, después de diez meses atravesando en Atlántico varias veces entre África y Brasil. "Cuando nos avisaban que el próximo viaje era a Maracaibo, ya sabíamos que íbamos a regresar a casa", nos dijo.

También esta vez tuvimos un niño recibiendo su ciudadanía que fue la alegría del acto. Estuvo contanto historias y hablando con todos hasta que nos fuimos. Se despidió de nosotros de lo más contento. Salimos apurados y con hambre. Almorzamos en nuestro restaurant favorito de South Queenferry, para celebrar. Y luego Lyo me dejó aquí en casa, donde me eché a dormir una larga siesta.

Como te puedes imaginar, todavía no caigo en cuenta de lo que significa tener una segunda nacionalidad. En este momento todo se reduce a un trámite. Esta semana pido mi nuevo pasaporte y tendremos que inventar un viaje para estrenarlo. (Por cierto, sigo sin pasaporte venezolano y es bastante probable que el británico llegue primero). Pero con el tiempo supongo que dejará de ser un trámite para convertirse en una pertenencia más completa. 

Por lo pronto, ya estoy anunciando cómo voy a votar en los dos referenda que vienen: el de la independencia de Escocia (donde voy a votar por el No) y el de la separación de UK del resto de Europa (donde también voy a votar por el No). Mis primeros dos actos como ciudadana, pues, van a ser para expresar mi deseo de seguir siendo británica y europea. Y lo que más me entusiasma de todo el asunto es que lo puedo contar aquí, abiertamente, sin miedo a represalias. Porque este es mi derecho como ciudadana británica.

Te mando un abrazo múltiple,



  

  


sábado, 2 de febrero de 2013

Reacomodar la mirada

Amiga,

Se nos fue enero y yo no he escrito ni una línea este año en nuestro blog. Tengo todas las excusas, pero ninguna vale. Ayer venía pensando que no es sólo que estoy ocupada haciendo mil cosas, sino que ya estoy perdiendo –tal vez debería decir ya he perdido– el ojo extrañado del que mira el mundo como si acabara de llegar. Ya no me siento tan extranjera.

Y es por eso que no encuentro qué contarte mientras pasan los días. Todo parece cotidiano, natural, intrascendente. Nada parece digno de ser contado en este día a día que me pasa por delante sin que logre distinguir entre las minucias una historia.

Tengo que construir otra mirada. Tengo que armar desde otro lado un punto de vista para percibir otras historias. Seguro me llevará tiempo lograr ese reacomodo y voy a estar medio ausente hasta que aprenda a mirar otra vez. Pero seguro vuelvo.

Mientras tanto, te dejo aquí un abrazo largo como el invierno...

r