lunes, 19 de mayo de 2014

Del exilio febril



Amiga,

Estoy ya de regreso de Bogotá. No te cuento sobre la ciudad porque ya la conoces. Sólo quería compartir contigo mi impresión de haber estado en un lugar tan parecido a todo lo nuestro. La ciudad me resultó una mezcla extraña entre Mérida y Caracas. Nos quedamos en el centro, en La Candelaria, y cada mañana me parecía que estaba saliendo a caminar por Mérida. Pero unas cuadras más allá me sentía en la Avenida Urdaneta, y un poco más arriba me parecía estar en Baruta. Todo mezclado con ese acento bogotano que es tan pegajoso.

Comimos rico, nos reunimos con gente querida, paseamos, sufrimos el tráfico y disfrutamos el clima generoso y las largas caminatas. Tuve el gusto de conversar con colegas y estudiantes de la Javeriana sobre la literatura del exilio y sobre Rómulo Gallegos. Me quedé con ganas de ver más, de entender mejor, de conversar con más gente. Sobre todo, me quedé con ganas de dar el salto a la tierruca para ver cómo va todo por allá. Y se me quedó atravesado en el medio del pecho un sentimiento de culpa por no haberlo hecho.

¡Otra vez será!

Aquí en mi pueblito escocés está haciendo un clima bogotano: llueve sin frío, o más bien con un fresquito andino que me permite dejar todas las ventanas abiertas para que pase el ruido y el olor de la lluvia. En este clima leo las Cincuenta lecciones de exilio y desexilio de Gustavo Pérez Firmat y siento como si toda mi experiencia de desterrada estuviera ya escrita en esas lecciones. Te copio aquí la tercera lección:

A los cincuenta años el destierro se convierte en destiempo. Por eso no creo en el regreso, porque se ha transformado en una intransitable regresión.
Me rodeo de libros escritos por autores cubanos, me dedico a leer sólo en español (lo cual quiere decir, además, leer solo en español), y al cabo de unos días o semanas me entra la asfixia. Para respirar hondo, tengo que forzar un suspiro o un bostezo, como si mis pulmones funcionasen a plenitud sólo en la melancolía o el sueño. Entonces extraño el inglés como el ahogado añora el oxígeno.
Esa incapacidad de plantarme en el idioma español es síntoma de destiempo. El inglés me entrega una palabra afín –distemper– en la cual descubro su correlato afectivo; distemper es mal humor, pero más generalmente designa un estado de desorden corporal o mental, alguna imprecisa dolencia como la de no saber ubicarse en un idioma. La traducción al español, «destemplanza», marca la frontera entre el bienestar y el malestar, entre el frescor y la fiebre, y por ello también dibuja la sintomatología del destiempo. Bajo «destemplanza» el diccionario trae, entre otras acepciones, «desigualdad de tiempos», frase que termina siendo la mejor definición de las consecuencias de un exilio crónico y febril. Mientras haya desigualdad de tiempos, no habrá regreso. Habrá destiempo, distemper.

Hasta aquí la tercera lección de Pérez Firmat. Lo sigo leyendo mientras oigo llover afuera. Escucho Venezuela en sus textos cada vez que leo Cuba y todo me resulta tan familiar, tan tristemente exacto.

Te mando un abrazo destemplado y a destiempo,
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